Aún estaba tibio el lecho. La luz de la mañana caía en
perpendicular sobre un ángulo de la parte inferior de la cama, aquel en el que la sábana bajera, rebelde, se
había desprendido de su agarre.
El aire se volvió silencio contenido.
Ella tomó la
encimera, que pocos minutos antes arropara
el cuerpo, ahora ausente. Y la estrujó. Se acostó apretando contra su pecho la tela
arrugada. Y su cuerpo se acomodó en la posición fetal. Y comenzó un llanto de
una intensidad inenarrable que trocó en un potente quejido sonoro. Estuvo así
un tiempo cuya duración no podría precisar pero que la hizo sentir como una
cría que destetaran. Y lloró. Sintió la pérdida de un cordón umbilical
inmaterial, atemporal, inasible. Y chilló. En su garganta afloraron millones de
años de vida animal. El instinto hecho dolor. La aflicción devenida en
desgarro. La vida pataleando.
El aire se volvió silencio agradecido.
Ella cesó en su lloro. De su boca brotaron palabras que la
agasajaron, calmando desde la humanidad el padecer animal. Su corazón habló aunque
las palabras salieran de sus labios.
“Gracias, mamá por la vida que me diste. La acepto y haré
algo bueno con ella”.
El aire se volvió agradecimiento y serenidad.
Ella se levantó. Sintió que en cada momento en que se
comprometiera con la vida, allí encontraría a su madre. Y sintió una inmensa
paz.
Buena semana
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