Ella escuchó un retazo de conversación mientras ascendía, paciente, por la escalera automática del centro comercial, improvisado refugio para la avalancha que huía de la pertinaz calima. Dos mujeres charlaban en un tono de voz generoso. La más alta preguntaba a su compañera si volvía a estar en el mercado. La interpelada contestaba con sencillez, desparpajo y un enigmático
“ no para el mercado común.”
Ella no supo el desenlace de aquel diálogo, cuyo alcance, privado o profesional, también desconociera. Las señoras, pues ambas superaban la mayoría de edad, alcanzaron la planta alta y raudas se alejaron en dirección a la tienda fija de telefonía móvil.
Ella paseaba pausadamente flanqueada por escaparates donde se exponían objetos oscuros o claros de deseo a precios acorde a su tonalidad.
Ella recibió un whatsapp. Sintió la vibración a través de su bolso que le indicaba la llegada de un mensaje. No tenía ganas de leer, comprender, pensar ni contestar a las palabras con o sin imágenes que , probablemente con la mejor intención, le enviara alguien de su entorno. Al tiempo que un paso seguía a otro por el simple placer de construir trayecto común recordó cuando solo existía el teléfono fijo; echando años atrás, evocó la época en que cada casa contaba con un único aparato que ocupaba el espacio delimitado por el cable, generalmente enrollado, que unía el auricular al receptor y emisor de llamadas. Asoció esto a la imagen del hogar en donde la tecnología de la comunicación audiovisual ejercía de pegamento social. Así, la televisión se convertía en objeto sagrado en torno al cual el grupo sanguíneo reía, lloraba, festejaba y sufría en familia.
Ella conocía , por experiencia propia , que la radio había cumplido esa función décadas atrás. Tal vez por esa razón, experimentaba una atracción irresistible ante una voz modulada y con cuerpo. Quizás por este motivo, su imaginación trocaba con facilidad vocablos sonoros en historias escritas. “¡Quién sabe!”- se dijo.
Ella era inteligente: entendía que el astro inmóvil de la comunicación brillaba en una época donde la identidad territorial se expresaba también en un prefijo y que poco o nada tenía que ver con el cosmopolitismo del momento. También entendía que la unidad familiar había sufrido una transformación, con anexión y pérdidas de sus fronteras donde el contacto devenía, preferentemente, en virtual en consonancia con lo errante del hogar al uso. Aún así entendía que la premura por hacer presente constantemente la actualidad ajena, aunque le permitía mayor cercanía virtual abría un abismo en el cuerpo a cuerpo.
Ella volvió a uno de sus momentos fijos, sanos rituales que conformaban su día a día. Hizo presente la voz, rota y remendada del poeta radiofónico dominical que, sin saberlo, compartía su desayuno cada siete días. De hecho,aún resonaba en su mente lo escuchado la jornada anterior al referirse a “los contenedores como panteón de los recuerdos”.
Ella sabía que podría reproducir por primera vez la intervención lírica cada vez que quisiera a lo largo del día. Sin embargo, prefería no hacerlo. Por el contrario, se despertaba a tiempo cada domingo, ya fuera sola o acompañada, para degustar un oloroso café y abandonarse al deleite que supone la certeza de que, una vez más, la vida hecha domingo comienza con poesía. Buena semana.
“ no para el mercado común.”
Ella no supo el desenlace de aquel diálogo, cuyo alcance, privado o profesional, también desconociera. Las señoras, pues ambas superaban la mayoría de edad, alcanzaron la planta alta y raudas se alejaron en dirección a la tienda fija de telefonía móvil.
Ella paseaba pausadamente flanqueada por escaparates donde se exponían objetos oscuros o claros de deseo a precios acorde a su tonalidad.
Ella recibió un whatsapp. Sintió la vibración a través de su bolso que le indicaba la llegada de un mensaje. No tenía ganas de leer, comprender, pensar ni contestar a las palabras con o sin imágenes que , probablemente con la mejor intención, le enviara alguien de su entorno. Al tiempo que un paso seguía a otro por el simple placer de construir trayecto común recordó cuando solo existía el teléfono fijo; echando años atrás, evocó la época en que cada casa contaba con un único aparato que ocupaba el espacio delimitado por el cable, generalmente enrollado, que unía el auricular al receptor y emisor de llamadas. Asoció esto a la imagen del hogar en donde la tecnología de la comunicación audiovisual ejercía de pegamento social. Así, la televisión se convertía en objeto sagrado en torno al cual el grupo sanguíneo reía, lloraba, festejaba y sufría en familia.
Ella conocía , por experiencia propia , que la radio había cumplido esa función décadas atrás. Tal vez por esa razón, experimentaba una atracción irresistible ante una voz modulada y con cuerpo. Quizás por este motivo, su imaginación trocaba con facilidad vocablos sonoros en historias escritas. “¡Quién sabe!”- se dijo.
Ella era inteligente: entendía que el astro inmóvil de la comunicación brillaba en una época donde la identidad territorial se expresaba también en un prefijo y que poco o nada tenía que ver con el cosmopolitismo del momento. También entendía que la unidad familiar había sufrido una transformación, con anexión y pérdidas de sus fronteras donde el contacto devenía, preferentemente, en virtual en consonancia con lo errante del hogar al uso. Aún así entendía que la premura por hacer presente constantemente la actualidad ajena, aunque le permitía mayor cercanía virtual abría un abismo en el cuerpo a cuerpo.
Ella volvió a uno de sus momentos fijos, sanos rituales que conformaban su día a día. Hizo presente la voz, rota y remendada del poeta radiofónico dominical que, sin saberlo, compartía su desayuno cada siete días. De hecho,aún resonaba en su mente lo escuchado la jornada anterior al referirse a “los contenedores como panteón de los recuerdos”.
Ella sabía que podría reproducir por primera vez la intervención lírica cada vez que quisiera a lo largo del día. Sin embargo, prefería no hacerlo. Por el contrario, se despertaba a tiempo cada domingo, ya fuera sola o acompañada, para degustar un oloroso café y abandonarse al deleite que supone la certeza de que, una vez más, la vida hecha domingo comienza con poesía. Buena semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario