Él no se consideraba un mentiroso. Estaba convencido de que el mundo se enriquecía con su visión creativa de cuanto acontecía. No lo hacía con premeditación ni alevosía; también le era indiferente que luciera el sol o la luna.
Él tenía muchos problemas con los demás y algún que otro desacuerdo de cierta gravedad consigo mismo. Pero el caso es que se veía constreñido, por una necesidad imperiosa, una y otra vez, a maquillar su palabra con el embuste. No importaba tanto si la cuestión fuera baladí o trascendental.
Él tenía, sin ser consciente de ello, como referente de su infancia a Luisito, uno de los habitantes del universo de Pepe Monagas, siendo éste el personaje creado por el periodista y actor canario Pancho Guerra y a quien dotaría de voz, Pepe Castellano. Este Luisito, peninsular para más señas, era tan mentiroso que cuando contaba una verdad, decía “ya me equivoqué” y se quedaba colorado. Sus amigos conocedores de esta particularidad lo aceptaban y cada vez que llegaba el caso le hacían probar su propia medicina.
Él llevaba una existencia que era un sin vivir pero a la que se había habituado como el menor de los males. Cuando quería decir blanco, le salía negro; a lo sumo, gris. No lograba encajar palabra con su emoción correspondiente y se ganó la fama de simplón. Especialmente entre quienes comprendían que las cosas son lo que son y que en cuanto a las tonterías, mejor si eran solo las justas.
Él era stripper. Tenía un cuerpo en el que había invertido muchas horas de gimnasio. Poseía, además, otros atributos que le hacían idóneo para tal profesión. Cuando terminaba su jornada no podía dejar de maravillarse cómo el ser humano se transforma cuando halla la excusa que le permita expresar lo que también es. Llevaba tiempo constatando que el límite de lo considerado políticamente correcto padecía de osteopenia y en numerosas ocasiones de la más clara osteoporosis por cuyos huecos la vida se colaba aunque fuera con disfraces efímeros.
Él no sabía comprometerse con su corazón. Y menos con el ajeno. Se había forjado un coselete cuya materia prima era la filfa. Tanto tiempo utilizó la engañifa como escudo protector que terminó por considerarla una segunda piel que en ocasiones rivalizaba en identidad con su dermis y epidermis primitivas.
Él recordó una melodía y reconoció unos versos donde el desamor se hacía jirones. “Ojalá nunca sepas cuanto amaba / descubrirte los trillos de la entrega”. y murmuró “Hay que joderse con lo que le jode y no le no le jode a uno”. A continuación recompuso su gesto, momentáneamente descompuesto. Era su forma de decir “ya me equivoqué”. El camarero tras la barra le preguntó si todo iba bien porque su rostro, repentinamente, se había puesto colorado. Él no contestó. Subió al escenario donde se desvistió al ritmo de su cadera bamboleante. Su cuerpo estaba encendido pero su rostro había vuelto a la palidez habitual. Buena semana.
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