Ella se alzó sobre los tacones quelonios. Los había bautizado de tal guisa puesto que la estructura del calzado impedía que avanzara con rapidez, fuera en la dirección que fuera. Eran rojos, estilizados. Eran un regalo hecho con buena intención pero cuyo propósito trocaba en una tortura para sus pies, acostumbrados a andar por las sendas libertarias de los zapatos anchos.
Ella había parado el motor del coche minutos antes. Había sacado de una bolsa los Peep toe y se los había calzado, dejando a buen recaudo las zapatillas con las que había manejado hábilmente acelerador, freno y embrague.
Ella salió del vehículo y cual bípedo recién estrenado contempló el paisaje urbano que distaba mucho de la sabana africana. Paso a paso, sin que importara el destino del paseo se concentró en los últimos avatares de su vida que exigían una resignificación de las prioridades.
Ella estuvo media hora sintiendo el suelo de la avenida que se asomaba al mar, anónima entre la gente que iba y venía.
Ella paró para contemplar el crepúsculo de aquella jornada en la que su mente tenía prisa. Después, retornó. Su respiración se fue acompasando a ese desfilar por la pasarela del caos en busca de un orden con el que sintetizarse.
Ella, al fin, desanduvo el trecho del paseo que le había servido para escuchar a su corazón, sin ansia, consciente de lo que costaba tener los pies en la tierra y la testa en el cielo.
Ella retornó a la horizontalidad podal de las deportivas, resuelto el quebradero de cabeza. .Al llegar a casa, pondría los pies en agua tibia; los masajearía con la crema fresca y mentolada; y finalmente los cubriría con los calcetines esponjosos.
Ella había tenido un momento quelonio, se había permitido tomar el tiempo necesario para, a una distancia saludable, tomar la decisión adecuada. Y esta vez había optado por dejar que lo que había de pasar, pasara.
Ella llegó a casa; se cuidó los pies doloridos, depositó los tacones en una caja rectangular ya casi ancestral y la apartó, colocándola en donde situaba aquellos objetos que tendrían una segunda vida lejos de ella.
Ella había optado por el vivir quelonio. Y ya se sabe que las tortugas no gastan tacones. Buena semana.
Ella había parado el motor del coche minutos antes. Había sacado de una bolsa los Peep toe y se los había calzado, dejando a buen recaudo las zapatillas con las que había manejado hábilmente acelerador, freno y embrague.
Ella salió del vehículo y cual bípedo recién estrenado contempló el paisaje urbano que distaba mucho de la sabana africana. Paso a paso, sin que importara el destino del paseo se concentró en los últimos avatares de su vida que exigían una resignificación de las prioridades.
Ella estuvo media hora sintiendo el suelo de la avenida que se asomaba al mar, anónima entre la gente que iba y venía.
Ella paró para contemplar el crepúsculo de aquella jornada en la que su mente tenía prisa. Después, retornó. Su respiración se fue acompasando a ese desfilar por la pasarela del caos en busca de un orden con el que sintetizarse.
Ella, al fin, desanduvo el trecho del paseo que le había servido para escuchar a su corazón, sin ansia, consciente de lo que costaba tener los pies en la tierra y la testa en el cielo.
Ella retornó a la horizontalidad podal de las deportivas, resuelto el quebradero de cabeza. .Al llegar a casa, pondría los pies en agua tibia; los masajearía con la crema fresca y mentolada; y finalmente los cubriría con los calcetines esponjosos.
Ella había tenido un momento quelonio, se había permitido tomar el tiempo necesario para, a una distancia saludable, tomar la decisión adecuada. Y esta vez había optado por dejar que lo que había de pasar, pasara.
Ella llegó a casa; se cuidó los pies doloridos, depositó los tacones en una caja rectangular ya casi ancestral y la apartó, colocándola en donde situaba aquellos objetos que tendrían una segunda vida lejos de ella.
Ella había optado por el vivir quelonio. Y ya se sabe que las tortugas no gastan tacones. Buena semana.
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