Ella estaba arreglando el pavimento de su jardín. El empuje de raíces potentes había levantado el piso. Así lucía una parte del terreno, en la zona cercana a un acebuche de tronco robusto y un tanto retorcido donde pequeñas y suaves colinas se elevaban ligeramente. La ondulación era visible si bien de fácil integración en el paisaje. Otra cuestión era la fractura que atravesaba a varios azulejos.
Ella pensó en la fuerza de lo que no estaba en la superficie pero que más temprano que tarde, afloraba marcando su orografía. Se fijó en que por mucho cemento que se vertiera sobre la vida, quedaba algún resquicio donde el latido de la tierra se perpetuaba.
Ella se dijo que costaba inventariar los elementos del paisaje, de cualquier paisaje, natural o artificial. Porque, en lo hondo, a veces lo que está sumergido fluye como mar de rutina serena; pero otras, esconde formas que han quedado petrificadas en un instante de sorpresa. En estos casos la solidificación se habría producido ante la imposibilidad del desbordamiento o el vaciarse.
Ella se concentró en la línea desigual que partía en dos mitades desiguales un ladrillo color salmón. Una hormiga bien nutrida, ágil, presurosa, andaba el camino convertido en desfiladero.
Ella se imaginó una lluvia repentina y casi eterna que aflorara lo que estaba oculto en el jardín, el propio, el ajeno y el común. Tuvo la certeza de que emergerían bastantes formaciones afectadas por la división columnar. Se aventuraba a afirmar que los pentágonos o hexágonos y en algunos casos, octágonos, que conformarían sus caras podrían ser fácilmente reconocibles como las máscaras que, pese a su aparente variedad, se reducían a la tragedia y comedia en la que la vida se desdobla como folio plegado una y mil veces en la construcción de figuras de papel.
Ella cabalgó, a lomos de la imaginación, retornando a la superficie. Y volvió a contemplar la elevación, la fractura, por la que, esta vez, se escapaba a toda velocidad una fila de hormigas disciplinadas y eficaces en el cumplimiento del rutinario deber programado, hasta que desapareció por el abismo. En ese momento tomó una decisión.
Ella levantaría el piso de su jardín. “Sacaría todo afuera, como la primavera.” Había decidido que quería que nacieran cosas nuevas y para ello empezaría por reconocer, aceptar con ternura, o sea, amar y recolocar en el nuevo espacio cuanta forma petrificada por la contención excesiva había dado paso a un subsuelo donde la vida se estrechaba en una agonía geométrica .Después llegarían, las flores y los frutos. Tiempo al tiempo. Buena semana.
Ella pensó en la fuerza de lo que no estaba en la superficie pero que más temprano que tarde, afloraba marcando su orografía. Se fijó en que por mucho cemento que se vertiera sobre la vida, quedaba algún resquicio donde el latido de la tierra se perpetuaba.
Ella se dijo que costaba inventariar los elementos del paisaje, de cualquier paisaje, natural o artificial. Porque, en lo hondo, a veces lo que está sumergido fluye como mar de rutina serena; pero otras, esconde formas que han quedado petrificadas en un instante de sorpresa. En estos casos la solidificación se habría producido ante la imposibilidad del desbordamiento o el vaciarse.
Ella se concentró en la línea desigual que partía en dos mitades desiguales un ladrillo color salmón. Una hormiga bien nutrida, ágil, presurosa, andaba el camino convertido en desfiladero.
Ella se imaginó una lluvia repentina y casi eterna que aflorara lo que estaba oculto en el jardín, el propio, el ajeno y el común. Tuvo la certeza de que emergerían bastantes formaciones afectadas por la división columnar. Se aventuraba a afirmar que los pentágonos o hexágonos y en algunos casos, octágonos, que conformarían sus caras podrían ser fácilmente reconocibles como las máscaras que, pese a su aparente variedad, se reducían a la tragedia y comedia en la que la vida se desdobla como folio plegado una y mil veces en la construcción de figuras de papel.
Ella cabalgó, a lomos de la imaginación, retornando a la superficie. Y volvió a contemplar la elevación, la fractura, por la que, esta vez, se escapaba a toda velocidad una fila de hormigas disciplinadas y eficaces en el cumplimiento del rutinario deber programado, hasta que desapareció por el abismo. En ese momento tomó una decisión.
Ella levantaría el piso de su jardín. “Sacaría todo afuera, como la primavera.” Había decidido que quería que nacieran cosas nuevas y para ello empezaría por reconocer, aceptar con ternura, o sea, amar y recolocar en el nuevo espacio cuanta forma petrificada por la contención excesiva había dado paso a un subsuelo donde la vida se estrechaba en una agonía geométrica .Después llegarían, las flores y los frutos. Tiempo al tiempo. Buena semana.
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