Ella no paraba de hablar. Deseaba guardar silencio pero no había forma de que su lengua se acallara. Había salido del mudo encierro; tiempo ha, casualidades tejidas a punto cruz con los hilos de colores políticos caídos en desgracia le habían condenado a varios años de presidio.
Ella firmó un contrato con la palabra hablada una vez traspasada la puerta metálica de alta seguridad que durante una década se convirtió en frontera inexpugnable. El pacto que se aprestó a rubricar era su manera de recuperarse de un tiempo de silencio, en el que se había convertido en dura y seca mojama.
Ella se volvió palabra líquida. Ya no volvió a concebir la vida como parrilla candente avivada por verdugos solícitos; ya no pedía a los cielos o a los infiernos que la tostaran por el otro lado. Ya no ejecutaban los macabros funcionarios su petición por un siniestro sentido del orden.
Ella sintió, al recuperar el habla, que el desasosiego, silencioso como un ninja, se disolvía.
Ella no ansió más simetrías dolorosas. Concluyó su tiempo de silencio. Buena semana.
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