domingo, 20 de mayo de 2018

Nº 38 LA ALARGASCENCIA


Él llegó a la su casa y al poner los pies en el salón  sintió  un extraño chapoteo.
Convertido en involuntario marinero sin vocación ni atuendo adecuados para tal menester siguió el rastro líquido hasta que dio con el origen de aquel suelo acuoso, surgido mientras él y su familia estaban fuera del hogar, esto era, desde  cinco horas atrás.
Él se quedó parado ante la nevera trocada en níveo y extravagante  monolito adornado con imanes variopintos, recetas de cocina, calendario de impuestos municipales y dibujos  en modo Picasso infantil.
Él recordaba que no hacía más de seis años cuando trajeron el electrodoméstico en sustitución de otro más pequeño y que había durado quince años. Coincidió la compra con la incorporación a su nuevo, por entonces, trabajo, en el que había permanecido hasta el momento.
Él recordaba que el técnico, al retirar el objeto estropeado, comentó que ya no se hacían aparatos así. Con voz socarrona hablaba de que se construían  artefactos imprescindibles para la vida , con una fecha de caducidad que poco o nada tenía que ver con el uso o abuso que de ellos se hiciera. Poco después, rememoraba ahora, había conocido una expresión que, a su juicio, era diáfana expresión de la estupidez humana: la obsolescencia programada. O de la inteligencia distraída, según se mirara
Él comprendía que programar la vida útil de un objeto cuando la tecnología propiciaría innumerables resurrecciones, obedecía al ánimo de lucro sin tener en cuenta daños directos o colaterales, especialmente para el medioambiente.
Él, otrora,  había aprendido la palabra sostenibilidad que como eco eterno se repetía en toda conferencia internacional que intentara proteger el planeta del saqueo al que la desafección humana le estaba sometiendo. Y a colación de este término esperanzador se alumbró otro, que si bien prematuro en su nacimiento, crecía con gran fortaleza: la alargaescencia. Este canto al sentido común y solidario habría de encuadrarse en un orden social donde el consumo no implicara el derroche sino la apuesta por las segundas oportunidades en la que objeto y sujeto caminaran a la par.
Él se dispuso a secar el estanque improvisado en el que no hubo tiempo para que la vida surgiera. A golpe de  fregona absorbiendo el líquido ennegrecido, decidió que ya era hora de  colocar el valor de lo útil en el puesto que le correspondía; mientras el hielo derretido formaba conatos de microglaciares que  atenazaban sus pantorrillas, se sintió  como el coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, momento en el que recordaría el día que su padre le llevó a conocer el hielo.
Él pensó que, a pesar de los pesares, quedaba la palabra, hablada o escrita, pensada o sentida, cuya  fecha de caducidad estaba, afortunadamente por descubrir.
Él, desde entonces,  se comprometió a retrasar el acta de defunción tanto como estuviera en su mano. Tal vez  un poco más. Buena semana.




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