Él llegó
a la su casa y al poner los pies en el salón sintió un extraño chapoteo.
Convertido
en involuntario marinero sin vocación ni atuendo adecuados para tal menester
siguió el rastro líquido hasta que dio con el origen de aquel suelo acuoso,
surgido mientras él y su familia estaban fuera del hogar, esto era, desde cinco horas atrás.
Él se
quedó parado ante la nevera trocada en níveo y extravagante monolito adornado con imanes variopintos,
recetas de cocina, calendario de impuestos municipales y dibujos en modo Picasso infantil.
Él
recordaba que no hacía más de seis años cuando trajeron el electrodoméstico en
sustitución de otro más pequeño y que había durado quince años. Coincidió la
compra con la incorporación a su nuevo, por entonces, trabajo, en el que había
permanecido hasta el momento.
Él
recordaba que el técnico, al retirar el objeto estropeado, comentó que ya no se
hacían aparatos así. Con voz socarrona hablaba de que se construían artefactos imprescindibles para la vida , con
una fecha de caducidad que poco o nada tenía que ver con el uso o abuso que de
ellos se hiciera. Poco después, rememoraba ahora, había conocido una expresión
que, a su juicio, era diáfana expresión de la estupidez humana: la obsolescencia
programada. O de la inteligencia distraída, según se mirara
Él
comprendía que programar la vida útil de un objeto cuando la tecnología
propiciaría innumerables resurrecciones, obedecía al ánimo de lucro sin tener
en cuenta daños directos o colaterales, especialmente para el medioambiente.
Él,
otrora, había aprendido la palabra
sostenibilidad que como eco eterno se repetía en toda conferencia internacional
que intentara proteger el planeta del saqueo al que la desafección humana le
estaba sometiendo. Y a colación de este término esperanzador se alumbró otro,
que si bien prematuro en su nacimiento, crecía con gran fortaleza: la alargaescencia.
Este canto al sentido común y solidario habría de encuadrarse en un orden
social donde el consumo no implicara el derroche sino la apuesta por las
segundas oportunidades en la que objeto y sujeto caminaran a la par.
Él se
dispuso a secar el estanque improvisado en el que no hubo tiempo para que la
vida surgiera. A golpe de fregona absorbiendo
el líquido ennegrecido, decidió que ya era hora de colocar el valor de lo útil en el puesto que
le correspondía; mientras el hielo derretido formaba conatos de microglaciares
que atenazaban sus pantorrillas, se
sintió como el coronel Aureliano Buendía
frente al pelotón de fusilamiento, momento en el que recordaría el día que su
padre le llevó a conocer el hielo.
Él
pensó que, a pesar de los pesares, quedaba la palabra, hablada o escrita,
pensada o sentida, cuya fecha de
caducidad estaba, afortunadamente por descubrir.
Él,
desde entonces, se comprometió a
retrasar el acta de defunción tanto como estuviera en su mano. Tal vez un poco más. Buena semana.
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