Ella contempló el rostro, recién nacido, sereno, dormido. Se diría que
estaba haciendo acopio de fuerzas para la larga vida que se abría de par en par
al compás de su respiración.
Ella estaba embobada ante esa carita arrugada que, con solo un día de vida,
aunaba niñez y vejez, alfa y omega, en un gesto que parecía decir “esto es la
vida”.
Ella apenas rozó sus pequeños dedos y se maravilló ante todas las cosas que asirían,
las caricias que darían; semejaban eslabones del puente que se extenderían en
múltiples bifurcaciones y que le permitirían alcanzar la vida que deseara.
Ella percibió que los ojos, rayas bien delineadas mientras reinaba el
sueño, se abrieron y aún, sin ver, lucían inteligentes.
Ella vivió unos de esos momentos en los que la vida muestra su cara más
amable, cuando todo está por construir; la fundación del imperio de la ilusión,
la instauración de la república del soñar, el establecimiento de la federación
de los imposibles, tomando forma de un
cuerpo de 3 kilos y medio.
Ella se reflejaba en ese pequeño ser y se vivió en diminuta, como en el
principio fue y recuperó la frescura de lo sencillo y la curiosidad ante un
mundo por descubrir.
Ella, ese día, tras sumergirse en el mundo de lo pequeñito, emergió más
grande. En su interior quedó la imagen de la ternura hecha ínfimo semblante que le narraba
utopías cálidas, bellas, perfumadas, sabrosas y armoniosas. Un mundo por
construir en cada rostro recién nacido; ese que una vez fuimos aunque con
frecuencia hemos relegado al olvido; pero que pide ser reconocido, empeñado en trazar el
camino hacia la felicidad. Buena semana.
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