domingo, 9 de septiembre de 2018

N 54. PIEL CARCELARIA



Él anduvo con paso titubeante. Casi un anciano, de los de principios del siglo XXI, era octogenario. A pesar de su  avanzada edad  disfrutaba de una buena salud física. Lo mental era harina de otro costal. La inseguridad en el andar se debía a que le faltaba fijar la atención en el camino. Su fuerza, su energía,  se concentraba en su mano derecha que con regularidad dirigía hacia la cara como si quisiera quitarse alguna pelusa, mota de polvo o resto de comida.
Él arrastraba sus pies en un zigzageo distraído mientras su diestra impactaba una y otra vez contra sus mejillas. Y así llevaba años que de pronto fueron décadas.
Él había transitado por el siglo anterior cargando  un lastre, intangible a ojos ajenos pero que le pesaba como una losa y le había detenido en una contienda lejana que revivía una y otra vez, mientras dormía o  en la vigilia.
Él no podía olvidar las manos que se aferraron a su pechera, los ojos aterrados y la maldición en forma de saliva antes de que el fornido prisionero cayera por la tristemente famosa sima, después de que él diera la orden. Recordaba haber limpiado la baba moribunda. Recordaba que aquella fue la primera de las noches en las que el sueño se vistió de sobresaltos gelatinosos que terminaban haciendo diana en su cara.
Él era conocido en su pueblo. Durante mucho tiempo fue temido por la crueldad arbitraria con la que imponía su voluntad gracias al poder que detentaba; después, con el pasar de los años, y su caída en desgracia, fue despreciado; y en el momento que enfilaba la recta final de su periplo vital era, simplemente,  ignorado, experimentando el ostracismo más feroz.
Él, en su infancia, quiso sentirse especial; en su juventud se arrimó al sol que más calentaba; durante gran parte de su vida, jugó a ser Dios sin importar el sufrimiento que provocaban, un día sí y otro también, sus acciones sobre sus semejantes; y en su vejez no  parecía lograr firmar  la tregua que  borrara la perenne y nítida huella de unos ojos aterrados, unos brazos aferrados y un esputo acusador; preso triste en una siniestra piel carcelaria. ¿Llegaría a tiempo el armisticio? Buena semana.


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