domingo, 16 de septiembre de 2018

N 55. LOS IMPREVISTOS Y EL DESEO


Ella conducía pensando en la ducha de agua fresca que se iba a dar en cuanto  llegara a su casa. Tan concentrada estaba en la anticipación del refrescante placer, que confundía el sudor, tibio y salado, que se expandía por su cuerpo sin apenas resistencia, con el líquido frío, real  solo en su imaginación y que le hacía la boca agua.
Ella no estaba caliente; estaba calurosa.
Ella había tenido una mañana de trabajo a cámara lenta pero sin descanso. El polvo en suspensión que había teñido de una capa amarilla el horizonte, también impregnó la jornada laboral,  secando el aire, secando las gargantas, secando las horas. Y las conversaciones trocaron en jareas dialécticas, que iban desde afirmar lo evidente  (qué calor hacía ) pasando por la añoranza de la época  en la que el aire gélido  besaba el rostro ( qué bueno el viento cuando sopla fresco) hasta llegar a la petición reiterada de que la calima y su compañero inseparable, el bochorno, se alejaran lo más rápido posible (qué cambie el tiempo, por favor)
Ella enfiló el tramo final que le llevaría al hogar. La cercanía del mar  anaranjado aumentaba la sensación pegajosa de la que pronto, estaba segura, se desprendería.
Ella aparcó, abrió el buzón y encontró la notificación de Correos en la que se le indicaba que  se le había ido a entregar  un paquete a su nombre pero que al no estar en el domicilio debía acudir a la oficina.
Ella tardó solo unos pocos segundos en decidir ir a buscar el cuenco tibetano que al fin había llegado tras una larga espera y que sería el regalo para su abuela en su noventa cumpleaños.
La viejita le había dado instrucciones precisas sobre los metales que habrían de componer el artefacto  que, aseguraba  con auténtico convencimiento, canalizaría su energía hacia una instancia superior. Y la celebración  del cumpleaños era esa tarde.
Ella regresó al hogar tres cuartos de hora después con la ropa húmeda pegada al cuerpo y con el deseo de la ducha a flor de piel. Entró en la casa y al depositar el artilugio de cobre, plomo, estaño, hierro, oro, plata y mercurio, reparó en una nota que desde una coqueta mesilla y en mayúscula le informaba de que el grifo de la ducha se había estropeado. La remitente era la persona que realizaba las tareas de la casa dos veces por  semana.
Ella no sabía si ponerse a tocar el cuenco o darse con el mazo en la cabeza. Tenía mucho calor y ansiaba darse una ducha. A poco estuvo de rendirse a los designios fatídicos pero solo a poco.
Ella fue al baño, fotografió lo que había que reparar, tiró para la ferretería, compró los repuestos, retornó a la casa echa un mar  muerto y arregló el accidente doméstico. Una vez más, como otras tantas. Eso sí, antes de iniciar la reparación llenó un balde de agua en el fregadero y se lo echó por encima.
Ella, sin calor, sin ropa, sin agobio, arregló lo estropeado; y aún le dio tiempo para tocar el cuenco siguiendo las enseñanzas de la matriarca nonagenaria. Buena semana.


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