Ella conducía pensando en la ducha de agua fresca que se iba
a dar en cuanto llegara a su casa. Tan
concentrada estaba en la anticipación del refrescante placer, que confundía el
sudor, tibio y salado, que se expandía por su cuerpo sin apenas resistencia, con
el líquido frío, real solo en su
imaginación y que le hacía la boca agua.
Ella no estaba caliente; estaba calurosa.
Ella había tenido una mañana de trabajo a cámara lenta pero
sin descanso. El polvo en suspensión que había teñido de una capa amarilla el
horizonte, también impregnó la jornada laboral, secando el aire, secando las gargantas,
secando las horas. Y las conversaciones trocaron en jareas dialécticas, que
iban desde afirmar lo evidente (qué calor
hacía ) pasando por la añoranza de la época
en la que el aire gélido besaba
el rostro ( qué bueno el viento cuando sopla fresco) hasta llegar a la petición
reiterada de que la calima y su compañero inseparable, el bochorno, se alejaran
lo más rápido posible (qué cambie el tiempo, por favor)
Ella enfiló el tramo final que le llevaría al hogar. La
cercanía del mar anaranjado aumentaba la
sensación pegajosa de la que pronto, estaba segura, se desprendería.
Ella aparcó, abrió el buzón y encontró la notificación de Correos
en la que se le indicaba que se le había ido a entregar un paquete a su nombre pero que al no estar en el domicilio debía acudir a la oficina.
Ella tardó solo unos pocos segundos en decidir ir a buscar
el cuenco tibetano que al fin había llegado tras una larga espera y que sería
el regalo para su abuela en su noventa cumpleaños.
La viejita le había dado instrucciones precisas sobre los
metales que habrían de componer el artefacto que, aseguraba
con auténtico convencimiento, canalizaría su energía hacia una instancia
superior. Y la celebración del
cumpleaños era esa tarde.
Ella regresó al hogar tres cuartos de hora después con la
ropa húmeda pegada al cuerpo y con el deseo de la ducha a flor de piel. Entró
en la casa y al depositar el artilugio de cobre, plomo, estaño, hierro, oro,
plata y mercurio, reparó en una nota que desde una coqueta mesilla y en
mayúscula le informaba de que el grifo de la ducha se había estropeado. La
remitente era la persona que realizaba las tareas de la casa dos veces por semana.
Ella no sabía si ponerse a tocar el cuenco o darse con el
mazo en la cabeza. Tenía mucho calor y ansiaba darse una ducha. A poco estuvo
de rendirse a los designios fatídicos pero solo a poco.
Ella fue al baño, fotografió lo que había que reparar, tiró
para la ferretería, compró los repuestos, retornó a la casa echa un mar muerto y arregló el accidente doméstico. Una
vez más, como otras tantas. Eso sí, antes de iniciar la reparación llenó un
balde de agua en el fregadero y se lo echó por encima.
Ella, sin calor, sin ropa, sin agobio, arregló lo estropeado;
y aún le dio tiempo para tocar el cuenco siguiendo las enseñanzas de la
matriarca nonagenaria. Buena semana.
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