Ella paró su andar. Llegó
a aquel lugar que barruntaba misterio parido a golpe de piedra, más de cinco
siglos atrás. Se sentó. Tomó resuello y le dio por pensarse.
Ella recordó un aforismo de Tagore que había cosido con puntada certera,
palabra a palabra, a sus pensamientos en otra época en la que el planeta era
más joven y que desde entonces le graduaba la visión de lo novedoso. ”Para
quien lo sabe amar, el mundo se quita su careta de infinito. Se hace tan
pequeño como una canción, como un beso de lo eterno” decía la sabiduría hecha
sentencia..
Ella se refrescaba con estas palabras, cuando el calor de lo cotidiano,
derivaba en átona monotonía y le oprimía.
Ella encontraba un cálido agasajo en este juntar letras, como quien alinea
troncos en la chimenea, cuando el frío de la desesperanza le hacía recelar de
que hubiera lugar fértil por desbrozar más allá de la agonía presente.
Ella amaba el decir y el escuchar. Y cuando el habla quedaba en barbecho, amaba
el silencio.
Ella respiró en aquella cueva de cuatro puertas artificiales. Sus pequeños pies
pisaron ahí donde hombres y mujeres de antaño tal vez custodiaron el grano, la
infancia femenina, el saludo y despedida del sol, el cuerpo postrero desecado;
su espalda se apoyó en la misma pared que amparó el balar de cabras y ovejas,
el pánico de los huidos tras la guerra civil, el primer beso de amor hecho
deseo juvenil; su ojos recorrieron el reino de la toba volcánica desbastada
donde de marzo a septiembre fijó residencia la vida en forma de alisios.
Ella conectó su dispositivo móvil. Fotografió el lugar. La imagen fijó el
presentimiento a la tierra, la conjetura a las enigmáticas cazuelas que
horadaban suelo y paredes con exactitud geométrica. La sospecha se dispersó en
arenilla levantada por el viento.
Ella contempló la instantánea. La suposición trocó en certeza y el mundo, sin
careta, trocó en intuición. Buena semana.
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