domingo, 23 de septiembre de 2018

Nº 56. DEJA QUE LA PREGUNTA HAGA SU TRABAJO.


Él abrazó a la pequeña que se despertaba risueña. La siesta había durado una hora. La tarde de otoño, aún con  el horario de verano, se presentaba inusualmente calurosa y en nada auguraba que el invierno llegaría en pocos meses; las horas previas al crepúsculo se tiñeron con la claridad propia de una primavera de manual.
Él pellizcó los cachetes regordetes de la niña al tiempo que repetía su nombre acompañado de un sí tan rotundo que no dejaba lugar a dudas .El nombre propio y el adverbio de afirmación eran acogidos  por una sonrisa que, pronto, trocaba en carcajada.
Él repetía el mantra del cariño diciéndole, con el más estudiado de los histrionismos, que era una cosa muy seria. Y su hija reía, reía y reía.
Él aprovechaba para hacerle cosquillas con la banda sonora de la autoestima de fondo. Era una rutina que formaba parte de las deliciosas y nutritivas tradiciones del amor. Y casi sin darse cuenta pasaron los años.
Él se encontraba aquella mañana despertando a la adolescente que tardaba en abrir los ojos pidiendo una prórroga de cinco minutos. Acarició sus mofletes que ya no eran rechonchos y  lucían una orografía afilada. La joven remolona se desperezaba. El adulto le repetía la afirmación nominal y ancestral. Brotaba, otra vez, la magia de la sonrisa mezclada, esta vez,  con la confusión de las hormonas por ubicarse en aquel cuerpo que ni era infantil ni era maduro.
El atisbó una sombra de tristeza en aquellos brillantes ojos. Parecían interrogarle sobre todo y sobre nada. En un abrazo por asalto la chica se le asió al cuello  y de forma casi inaudible le susurró al oído “¿Por qué todo tiene que ser tan complicado?”.
Él guardó silencio. Respiró. La estrechó en sus brazos. Repitió su nombre. Hilvanó tres síes consecutivos con el hilo de la confianza y de forma queda musitó “Deja que la pregunta haga su trabajo. Date tiempo”. Buena semana.


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