Él abrazó a la pequeña que se despertaba risueña. La siesta había durado
una hora. La tarde de otoño, aún con el
horario de verano, se presentaba inusualmente calurosa y en nada auguraba que
el invierno llegaría en pocos meses; las horas previas al crepúsculo se tiñeron
con la claridad propia de una primavera de manual.
Él pellizcó los cachetes regordetes de la niña al tiempo que repetía su nombre
acompañado de un sí tan rotundo que no dejaba lugar a dudas .El nombre propio y
el adverbio de afirmación eran acogidos por
una sonrisa que, pronto, trocaba en carcajada.
Él repetía el mantra del cariño diciéndole, con el más estudiado de los
histrionismos, que era una cosa muy seria. Y su hija reía, reía y reía.
Él aprovechaba para hacerle cosquillas con la banda sonora de la
autoestima de fondo. Era una rutina que formaba parte de las deliciosas y
nutritivas tradiciones del amor. Y casi sin darse cuenta pasaron los años.
Él se encontraba aquella mañana despertando a la adolescente que tardaba
en abrir los ojos pidiendo una prórroga de cinco minutos. Acarició sus mofletes
que ya no eran rechonchos y lucían una orografía
afilada. La joven remolona se desperezaba. El adulto le repetía la afirmación
nominal y ancestral. Brotaba, otra vez, la magia de la sonrisa mezclada, esta
vez, con la confusión de las hormonas
por ubicarse en aquel cuerpo que ni era infantil ni era maduro.
El atisbó una sombra de tristeza en aquellos brillantes ojos. Parecían
interrogarle sobre todo y sobre nada. En un abrazo por asalto la chica se le asió
al cuello y de forma casi inaudible le
susurró al oído “¿Por qué todo tiene que ser tan complicado?”.
Él guardó silencio. Respiró. La estrechó en sus brazos. Repitió su
nombre. Hilvanó tres síes consecutivos con el hilo de la confianza y de forma
queda musitó “Deja que la pregunta haga su trabajo. Date tiempo”. Buena semana.
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