Él sentía la sangre agolparse en sus mejillas. Estaba
enfadado. No quería hablar ni que le hablaran. Deseaba pegar puñetazos y
patadas a diestro y siniestro. Estaba harto. En vano intentó relajar la mandíbula postiza, otrora portadora
de una generosa sonrisa. Y por mucho que se empeñara tropezaba con la rigidez como férreo coselete que mantenía los
dientes apretados y sellados a cal y canto. La saliva se volvió agria. Percibía
el aroma patibulario de su propia carne quemada
en el combate que libraba contra sí mismo .Y en sus oídos retumbaba una y otra
vez el ancestral grito de guerra: Datana.
Él miró a su alrededor y contempló el paisaje exterior
que no sintonizaba con el de su interior. La vida, que veía pasar, transcurría por los cauces
habituales; el cielo alternaba sol y panza de burro siguiendo los dictados de
los alisios. Fuera, habitaba el orden. Dentro, reinaba el caos.
Él recordó cómo empezó el derrumbe esta vez. Tenía la
certeza de cuál era la constante en su
existencia y así lo asumía: vivir una época en la que su vida era una sólida montaña hasta que trocara en duna merced a la acción conjunta del tiempo
y de los avatares azarosos o no. Tenía experiencia. Era un perito en al arte de
resignificarse y en el del bosquejo de nuevas siluetas arenosas.
Él se echó a correr pero al poco caminó con la ligereza que le permitieron sus
piernas. Había aprendido que en momentos
de rabia sentir el suelo bajo los pies
era un buen remedio. Sin mirar atrás. Hasta que se permitió la
serenidad.
Él aminoró su paso. Respiró. Primero con dificultad.
Después con suavidad. Y lloró. Se volvió manantial salado. Y en su corazón,
nuevamente, acudieron las historias de
sus héroes infantiles que leía y releía de pequeño y le hacían vivir mundos de colores inimaginables. Recordó
también aquel libro de nombre exótico, Aitu Catana, que trajera a casa, su hermano mayor cierto día
invernal y desde el que se asomaban piratas
de finales del siglo XVI empeñados en asaltar un codiciado archipiélago
atlántico.
Él comprendió que su corazón se rebelaba contra la
ilusión perdida porque una vez más se había despistado en el diseño de la huella que
cincelara cada minuto, y no había hecho inventario de las arrugas en las comisuras de los labios
olvidando regarlas con la risa.
Él supo que era el momento de recuperar su traje de
filibustero y partir rumbo al abordaje de lo porvenir, sabedor de que siempre era el momento adecuado si se vivía adecuadamente.
Él tenía 80 años y quería vivir. Buena semana.
Precioso. Gracias por este impactante relato.
ResponderEliminarGracias por la complicidad literaria y por tus amables palabras, Carlos. Ha sido un placer
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