domingo, 5 de mayo de 2019

Nº 90. MOMENTO FILIBUSTERO



Él sentía la sangre agolparse en sus mejillas. Estaba enfadado. No quería hablar ni que le hablaran. Deseaba pegar puñetazos y patadas a diestro y siniestro. Estaba harto. En vano intentó  relajar la mandíbula postiza, otrora portadora de  una generosa sonrisa. Y por mucho que se empeñara tropezaba con la rigidez como férreo coselete que mantenía los dientes apretados y sellados a cal y canto. La saliva se volvió agria. Percibía el aroma patibulario de su propia carne  quemada en el combate que libraba contra sí mismo .Y en sus oídos retumbaba una y otra vez el ancestral grito de guerra: Datana.
Él miró a su alrededor y contempló el paisaje exterior que no sintonizaba con el de su interior. La vida, que  veía pasar, transcurría por los cauces habituales; el cielo alternaba sol y panza de burro siguiendo los dictados de los alisios. Fuera, habitaba el orden. Dentro, reinaba el caos.
Él  recordó  cómo empezó el derrumbe esta vez. Tenía la certeza de cuál  era la constante en su existencia  y así lo asumía: vivir  una época en la que su vida era una sólida  montaña hasta que trocara  en duna merced a la acción conjunta del tiempo y de los avatares azarosos o no. Tenía experiencia. Era un perito en al arte de resignificarse y en el del bosquejo de nuevas siluetas arenosas.
Él se echó a correr pero al poco  caminó con la ligereza que le permitieron sus piernas. Había aprendido que en  momentos de rabia sentir el suelo bajo los pies  era un buen remedio. Sin mirar atrás. Hasta que se permitió la serenidad.
Él aminoró su paso. Respiró. Primero con dificultad. Después con suavidad. Y lloró. Se volvió manantial salado. Y en su corazón, nuevamente,  acudieron las historias de sus héroes infantiles que leía y releía de pequeño y  le hacían vivir  mundos de colores inimaginables. Recordó también aquel libro de nombre exótico, Aitu Catana, que  trajera a casa, su hermano mayor cierto día invernal  y desde el que se asomaban piratas de finales del siglo XVI empeñados en asaltar un codiciado archipiélago atlántico.
Él comprendió que su corazón se rebelaba contra la ilusión perdida porque una vez más se  había  despistado en el diseño de la huella que cincelara cada minuto, y no había hecho inventario de  las arrugas en las comisuras de los labios olvidando regarlas  con la risa.
Él supo que era el momento de recuperar su traje de filibustero y partir rumbo al abordaje de lo porvenir, sabedor de  que  siempre era el momento adecuado si se vivía adecuadamente.
Él tenía 80 años y quería vivir. Buena semana.



2 comentarios:

  1. Precioso. Gracias por este impactante relato.

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    1. Gracias por la complicidad literaria y por tus amables palabras, Carlos. Ha sido un placer

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