Él leía mucho. Tanto que a veces no sabía si lo que recordaba era algo vivido en el pasado o la recreación de la lectura, presente o pretérita. Cuando se percató de esta confusión se sintió asustado. Se imaginaba perdiendo la razón trocado en un Quijote luchando contra molinos no sostenibles o atrapado en algún delirio semejante. Curiosamente, en esta recreación en el extravío no estaba acompañado por ningún Sancho Panza, grueso u oblongo.
Él se dijo que tenía que poner remedio a esa amenaza en ciernes, algo así como poner la tirita antes de la herida. Por esto se impuso un horario de lectura fuera del cuál padecía un síndrome de abstinencia tan brutal que se experimentaba viviendo en delegación, testaferro de sí mismo.
Él confió a su entorno el alcance de su adicción y el compromiso con su recuperación. La familia y la gente allegada se apresuraron a apoyar su empeño y diseñaron un plan de salidas compulsivas que le dejaban agotado y con calambres en los pies y con ganas de estar solo y en silencio un rato. Incluso los hijos adolescentes le sometieron a un tercer grado de series imprescindibles en las plataformas digitales, en constante compañía, donde el ritmo era marcado por las temporadas paridoras de cinco a ocho capítulos por camadas. Y realmente estaban tan bien hechas que se le pasaban las horas con el interés cosido a películas alargadas hasta la extenuación donde lo erótico y lo tanático vestían los ropajes de las leyendas, atávicas o futuristas. Se quedaba sin palabras pues el ritmo frenético no daba tiempo a la reflexión pausada.
Él tenía prohibido realizar prácticas de riesgo. Debía evitar caer en la tentación. Así que huyó de las calles en las que habitaban las librerías, auténticos santuarios hacia los que peregrinaba semana sí y semana también, aunque solo fuera por el placer de deslizar su mirada por las portadas recién nacidas. Se alejó, también, del libro electrónico y canceló la cita concertada en su anterior rutina en ese espacio que tanto saboreaba al caer la tarde y que reservaba para el texto que le atrapara de forma especial.
Él, gracias a su constancia, afortunadamente, no cayó en la locura. Aunque sabía que debería estar alerta de por vida, se podía considerar como una persona cuerda. Solo leía los prospectos de los ansiolíticos, analgésicos y antihistamínicos que le acompañaban en las dolencias y alergias que al tiempo brotaron en su nueva vida y que él achacaba a la edad; realmente su lectura le resultaba desagradable, prueba fehaciente de que el riesgo de la recaída era prácticamente nulo.
Él, años después de la extirpación del tumor literario, se despertó aquella mañana, desorientado, no sabiendo si estaba en la primera o última temporada de la serie en la que, a pesar de los títulos de crédito, no se reconocía como protagonista. Buena semana.
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