Rodrigo es un hombre melancólico. Se aferra al pasado. Ignora el presente. Se ha separado hace diez años y no logra establecer puentes por los que transitar el momento actual. Conserva la casa intacta, tal como la compartiera con su pareja, cuando era su hogar. Utiliza la misma ropa cuya dedicación raya en la obsesión. Mantiene el mismo peinado de entonces. La foto que le identifica en las redes sociales es de aquella época. Hace del orden pretérito su rutina actual. Su corazón echó el ancla y paró motores. Pétreo e incombustible como la tea se detuvo en una hora, de un día en aquella estación de cierto año. Aunque late, Rodrigo no escucha diástole o sístole por muy acelerado que esté. Sordo. Oye pero no escucha. Ciego. Mira pero no ve. Aunque habla, no dice. Aunque traga, no saborea. Respira pero no percibe aroma. Toca pero no acaricia. Vive o lo parece.
Rodrigo es un hombre al que le gusta coquetear con la nostalgia. Pero solo de vez en vez. Tras los instantes en los que margulla por lo ausente, retorna a la superficie de lo que tiene presencia en su vida. Se ha separado hace diez años y día a día, deambulando primero, andando, luego y saltando después, desbrozó un camino de aprendizaje en el que comprendió el valor de lo que llegaba. Cerró con el eficaz cerrojo de la gratitud, puertas oxidadas por las lágrimas. Abrió las ventanas para que entrara el aire fresco, cuando su corazón le mandó la señal infalible. Sorteó los rescoldos ardientes, refrescando las brasas para evitar devastadores incendios. Entendió el carácter cíclico de la vida. Aceptó el cambio, transformó su entorno y se transformó. Como si de un recién nacido se tratara, fue capaz de volver a ver, decir, oir, saborear, percibir aromas y acariciar.
Rodrigo, como cualquier persona, tiene dos opciones a la hora de contarse la vida desde la saudade. Buena semana.
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