Él no conoció a su padre.
De pequeño esas cinco letras así ordenadas eran solo una palabra que apenas se
atrevía a pronunciar. En su infancia se acostumbró a la incomodidad de
presenciar escenas y conversaciones en las que otros niños compartían juegos con
su progenitor o contaban historias de complicidad con su papá. Y aprendió a
leer en el rostro de su madre la escritura del dolor con una pésima traducción
al idioma del amor.
Él creció y se hizo un hombre. Y cierto día comprendió. Llegó el fin de su búsqueda encontrando el tesoro que tanto había ansiado. Llegó el momento en que su mente y su corazón aceptaron que no es lo mismo relación que vínculo. Y se pudo explicar la ansiedad que experimentara cada vez que iniciara una relación que deseaba fuera vinculante y sobre todo que no le abandonara. Y se pudo explicar el desasosiego que experimentara cada vez que se acabara una relación que negaba la satisfacción de su deseo y le dejaba tirado en la cuneta.
Él agradeció la presencia de su padre en el momento preciso para que él pudiera ser. Y aún sin saber de su rostro, pudo reconocerse en él. Y sintió una complacencia profunda. Y disolvió los años de soledad infinita al percibir que la fuerza de la vida le empujaba convirtiéndole en la punta de una flecha guiada por las generaciones anteriores, cuyas caras conocidas o anónimas le impulsaban hacia delante.
Él está en el paritorio y se ve reflejado en el bebé que reposa sobre un vientre felizmente recién deshinchado. Toma una manita del peque y le da la bienvenida. Él sabe que, presente o ausente, a partir de ahora formará parte de la comitiva que convergerá en una punta de flecha que lleva los rasgos de su hijo. Buena semana.
Él creció y se hizo un hombre. Y cierto día comprendió. Llegó el fin de su búsqueda encontrando el tesoro que tanto había ansiado. Llegó el momento en que su mente y su corazón aceptaron que no es lo mismo relación que vínculo. Y se pudo explicar la ansiedad que experimentara cada vez que iniciara una relación que deseaba fuera vinculante y sobre todo que no le abandonara. Y se pudo explicar el desasosiego que experimentara cada vez que se acabara una relación que negaba la satisfacción de su deseo y le dejaba tirado en la cuneta.
Él agradeció la presencia de su padre en el momento preciso para que él pudiera ser. Y aún sin saber de su rostro, pudo reconocerse en él. Y sintió una complacencia profunda. Y disolvió los años de soledad infinita al percibir que la fuerza de la vida le empujaba convirtiéndole en la punta de una flecha guiada por las generaciones anteriores, cuyas caras conocidas o anónimas le impulsaban hacia delante.
Él está en el paritorio y se ve reflejado en el bebé que reposa sobre un vientre felizmente recién deshinchado. Toma una manita del peque y le da la bienvenida. Él sabe que, presente o ausente, a partir de ahora formará parte de la comitiva que convergerá en una punta de flecha que lleva los rasgos de su hijo. Buena semana.
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