domingo, 26 de noviembre de 2017

Nº 13 LA VELADA

Ella pasó, una vez más, la velada callada, temerosa de meter la pata; aunque poseía una cultura media, no se sentía capaz de hacer un comentario ocurrente. A veces, las palabras se atascaban en su boca como polvorón de Navidad engullido a palo seco. A veces, de su mente bajaban ideas ingeniosas que burbujeaban en su lengua hasta que se evaporaban. Escuchaba con mucha atención los comentarios del resto de comensales. Realmente su atención era plena, tanto, que podía leer los labios y comprender sus mensajes aún cuando se suprimiera el sonido de los vocablos pronunciados. Tal era la presión que optó por no decir nada. Especialmente después de aquella vez en la que se aventuró a comentar sobre la corrupción política del país. Sus palabras fueron fulminadas por una catarata de menosprecio que le hizo vivir en diminutivo a lo grande. Él dijo “Menuda gilipollez, qué sabrás tú de política…mira que eres necia” .Ella comprendió que la opción era callar, sonreír, elegir el vestuario adecuado para la ocasión, ése que realzara sus generosas curvas y ocultara los kilos de más. Y acompañar a su pareja, alma de su vida , sentido de su existencia, la razón por la que vivía cada día. "No era perfecto" - se decía-"pero quién sí" era. Era un poco Bestia pero allí estaba ella para ser Bella por los dos….
Ella, con algo de suerte no formaría parte del obituario siniestro de muertas a manos de su pareja. Por desgracia, ya engrosaba la estadística de muertas en vida, ese listado brumoso que volvía invisible a las personas y que, por no contar, ni siquiera se recogía en dígitos. La lista etérea de la cotidianidad donde en sus señas de identidad primaría su sexo sobre su intelecto, la sumisión sobre la libertad, la traición sobre la sororidad, la limpieza sobre el aire fresco y el silencio sobre la voz. 
Ella, por el momento, desconoce la existencia de veladas placenteras. Cuando se acercó la dueña del restaurante a saludar y preguntar si todo estaba correcto, ella desconoce, también por el momento, que esa mujer poderosa, segura, a todas luces elegantemente atractiva, pasó muchos años de veladas sin voz hasta que aprendió a hablarse , hasta que aprendió a hablar. Buena semana..

domingo, 19 de noviembre de 2017

Nº 12 EL PERIOSTIO


Él no se dio cuenta de que el libro de Walsh, “Isabel la Cruzada” había quedado colocado en el borde de la estantería manteniendo un equilibrio tan frágil que cuando la ventana se cerró por el viento con estruendo incluido, el ejemplar que contenía la biografía de la reina medieval cayó sobre su cabeza.
Él estaba sentado en su sillón para leer mientras en una mesilla menguaba el té manchado con leche , parte del ritual de cuatro a cinco.
Él sintió un golpe seco, inesperado y se llevó la mano derecha a la zona dolorida. No había sangre. Tampoco hinchazón. Aparentemente todo había quedado en un accidente sin mayores consecuencias.
Él era muy terco; más que una mula, le decía su familia. Por supuesto no compartía la opinión del clan y se mantenía en sus trece, confirmando lo que pretendía negar.
Él notó con el paso de las horas que brotaba una molestia que fue creciendo llegando incluso a dificultarle el sueño. Parecía que su cabeza era menos dura que lo que su actitud mostraba. Al día siguiente, la incomodidad persistía por lo que consultó a un médico con el que coincidía semanalmente en el gimnasio. Su compañero de ejercicio le tranquilizó explicándole que el hematoma producido por el choque libresco estaría en el periostio, esa membrana de tejido vascular, fibrosa y resistente que cubría los huesos y que era la responsable, a través de sus vasos sanguíneos y nervios,
de la nutrición y sensibilidad ósea Se tranquilizó al ser consciente de que contaba con un elemento más en la defensa contra accidentes que le dañaran.
Él se encontraba en esos días en una cruzada mayor que la isabelina y con menos lucidez que la castellana. No lograba tomar las riendas de su vida de forma que pudiera conjugar cariño, compañía, seguridad, disciplina coherente, ilusión, sentirse único y ser capaz de poner límites claros ante los últimos vuelcos del corazón.
Él, por aquella época, solía perder los nervios con frecuencia, que únicamente una eficaz educación en la contención recibida en su infancia, lograba enmascarar tras la ironía. Sólo después de salir del gimnasio se sentía algo mejor, descargado ; aún así una profunda sensación de impotencia le acompañaba como sombra cosida a su pesar..
Él deseó tener un periostio emocional para que amortiguara los reveses de la vida; y a fuerza de intentar tejer soluciones, bordó una resistente malla protectora a base de baños duraderos, arroparse bajo una manta, abrazar, abrazarse y dejarse abrazar, escuchar nanas de su cultura y de otras lejanas, escribir listas de cosas que le gustaría tener, practicar la negación ante lo que le disgustara y desde la amabilidad, dejar aflorar qué necesidad era la que a gritos le estaba pidiendo que le prestara atención.
Él sanó su cabeza a medio plazo; del golpe del libro se recuperó un poquito antes. Buena semana.







domingo, 12 de noviembre de 2017

Nº 11 LA FLORACIÓN

Ella contempló la limonada fresca, recién hecha y anticipó su gusto donde lo agrio se mezclaba con lo dulce, dejando un sabor agradable. Su boca salivó. Hacía un calor impropio de la estación. Así se repetía en conversaciones coloquiales y también en las sesudas.
Ella pensó en el orden de los acontecimientos, ora cotidianos, ora extraordinarios; tenía la impresión de que el devenir careciera de método más allá del sorpresivo catastrófico. Le parecía que la Naturaleza había caído en una amnesia profunda que le obligaba a confundir ciclos y estaciones; de madre Natura habría pasado a pariente lejano, sin vínculo estable con el planeta.
Ella tomó un sorbo del refresco casero. Siguió rumiando la cuestión climática pensando que si el medio ambiente no parecía tener orden ni concierto, las personas no parecían lucir mayor estabilidad. Se imponía, a su juicio, una revisión constante de las rutinas pretéritas para remodelarlas, cuando fuera posible ,o proceder al derrumbe total de cara a edificar otras más acordes con los nuevos tiempos. El problema era carecer, aún, de los planos necesarios para erigir a partir de sólidos cimientos.
Ella se dijo que había llegado el momento de una nueva fosforescencia aunque, cierto fuera, que se trataría de una floración atípica; sería un tiempo de apertura donde las flores que brillaran no fueran las más populares del momento en el que transcurría la especie humana.
Ella se empeñó en imaginar cómo podría ser ese nuevo brotar. Tendría que tenerse en cuenta los recursos disponibles para no malgastarlos; sería imprescindible alumbrar rituales de la sostenibilidad que generaran la cohesión necesaria para la supervivencia del planeta; habría que inventar otro modo de andar tal como hiciera el vetusto Australopithecus cuando bajara de los árboles y hubiera de adaptarse a una nueva realidad; se imponía profundizar en la ecuación CIUDADANÍA=CUIDADANÍA donde la protección, cura , sanación e integración de lo enfermo estuviera en la lista de las prioridades a la hora de definirnos como personas.
Ella saboreó el limón líquido que, en modo resiliente, había trocado en jugosa y apetecible limonada. Agarró un búcaro donde un ramo de ahelíes vivía su primavera en pleno otoño. Les cambió el agua, cortó un poco los tallos y con dulzura los reubicó en el florero alargado, alegría del salón.
Ella comprendía que a veces la floración de los seres vivos puede resultar extravagante, inesperada o ir acompañada de un tsunami, frecuentemente más emocional que físico. También compartía la idea de que en cada persona, sin que fuera preciso una estación determinada, se producía el resurgimiento una vez el pasado quedara reducido a polvos o cenizas.
Ella entendía la reinvención como el orden ante el caos cuyo protocolo:consistía en cambiar, cortar y con dulzura... reubicar. Buena semana.





domingo, 5 de noviembre de 2017

Nº 10 LA FILFA


Él no se consideraba un mentiroso. Estaba convencido de que el mundo se enriquecía con su visión creativa de cuanto acontecía. No lo hacía con premeditación ni alevosía; también  le era indiferente que luciera el sol o la luna.
Él tenía muchos problemas con los demás y algún que otro desacuerdo de cierta gravedad consigo mismo. Pero el caso es que se veía constreñido, por una necesidad imperiosa, una y otra vez, a maquillar su palabra con el embuste. No importaba tanto si la cuestión fuera baladí o trascendental.
Él tenía, sin ser consciente de ello, como referente de su infancia a Luisito, uno de los habitantes del universo de Pepe Monagas, siendo éste el personaje creado por el periodista y actor canario Pancho Guerra y a quien dotaría de voz, Pepe Castellano. Este Luisito, peninsular para más señas, era tan mentiroso que cuando contaba una verdad, decía “ya me equivoqué” y se quedaba colorado. Sus amigos conocedores de esta particularidad lo aceptaban y cada vez que llegaba el caso le hacían probar su propia medicina.
Él llevaba una existencia que era un sin vivir pero a la que se había habituado como el menor de los males. Cuando quería decir blanco, le salía negro; a lo sumo, gris. No lograba encajar palabra con su emoción correspondiente y se ganó la fama de simplón. Especialmente entre quienes comprendían que las cosas son lo que son y que en cuanto a las tonterías, mejor si eran solo las justas.
Él era stripper. Tenía un cuerpo en el que había invertido muchas horas de gimnasio. Poseía, además, otros atributos que le hacían idóneo para tal profesión. Cuando terminaba su jornada no podía dejar de maravillarse cómo el ser humano se transforma cuando halla la excusa que le permita expresar lo que también es. Llevaba tiempo constatando que el límite de lo considerado políticamente correcto padecía de osteopenia y en numerosas ocasiones de la más clara osteoporosis por cuyos huecos la vida se colaba aunque fuera con disfraces efímeros.
Él no sabía comprometerse con su corazón. Y menos con el ajeno. Se había forjado un coselete cuya materia prima era la filfa. Tanto tiempo utilizó la engañifa como escudo protector que terminó por considerarla una segunda piel que en ocasiones rivalizaba en identidad con su dermis y epidermis primitivas.
Él recordó una melodía y reconoció unos versos donde el desamor se hacía jirones. “Ojalá nunca sepas cuanto amaba / descubrirte los trillos de la entrega”. y murmuró “Hay que joderse con lo que le jode y no le no le jode a uno”. A continuación recompuso su gesto, momentáneamente descompuesto. Era su forma de decir “ya me equivoqué”. El camarero tras la barra le preguntó si todo iba bien porque su rostro, repentinamente, se había puesto colorado. Él no contestó. Subió al escenario donde se desvistió al ritmo de su cadera bamboleante. Su cuerpo estaba encendido pero su rostro había vuelto a la palidez habitual. Buena semana.