Él acercaba la pala al cepillo intentando abarcar el mayor número de cachitos
de cristal que, hasta minutos antes, componían un espejo de diseño.
Él se armó de paciencia. No le inquietaban los siete años de mala suerte que cierta tradición derrotista auguraba. Comprendía que poco o nada tenía que ver el accidente doméstico con hipotecar la buena fortuna venidera en tan preciso plazo.
Él, no obstante, se sentía inseguro. Del dedo corazón de su mano derecha brotaron pequeños puntos carmesí que pronto devinieron en hilos de sangre.
Él tomó un paño y siguiendo otra tradición, más eficaz y en sintonía con la reparación sanadora, taponó los pequeños cráteres enrojecidos.
Él terminó de recoger. Minutos antes se estaba afeitando cuando sin saber por qué, la imagen que le devolvía el espejo se deshizo, literalmente, en pedazos. Observó la montaña de vidrios diminutos y siguiendo un impulso, los extendió sobre la mesa en forma de luna acuosa en la que no lograba encontrarse.
Él no era hombre de muchas palabras. Pero sí de muchos pensamientos, palabras mudas. A lo largo de su vida el adiestramiento en la parquedad y una inhibidora definición de lo masculino, le identificaron con el silencio. La desconexión de sus emociones se convirtió en una estela pegajosa que desde pequeñito nubló su mirada.
Él se sintió cansado. Echaba en falta poder llorar, quejarse, sentir su flojera sin que se cuestionara su identidad. El abatimiento no se debía al reciente incidente. Era fruto de una semilla plantada casi desde el nacimiento que había sido abonada regularmente y que ahora le hacía parecer un roble cuando en realidad por dentro, se sentía hoja al viento.
Él echaba en falta una educación emocional en modo junco que le dotara de la flexibilidad necesaria para poder aceptar su fragilidad y le permitiera mostrar el enfriamiento que las tormentas vitales le producían, aunque no lo expresara. En cierta ocasión leyó que el término junco venía del latín junguere, que significaba que vinculaba y hacía alusión a la utilización de esta planta en la artesanía como materia prima en la elaboración de cestas y otros aparejos a base de entrelazar sus tallos. Recordaba que le gustó la palabra en cuyo sentido deseó instalarse.
Él reconoció, por primera vez que carecía de habilidad para relacionarse con su vulnerabilidad. Casi lloró. Casi entrevió una mirada de complicidad cuando se asomó a la deconstrucción de un espejo de diseño que se desparramaba en cientos de esquirlas cristalinas. Fue el comienzo. Buena semana.
Él se armó de paciencia. No le inquietaban los siete años de mala suerte que cierta tradición derrotista auguraba. Comprendía que poco o nada tenía que ver el accidente doméstico con hipotecar la buena fortuna venidera en tan preciso plazo.
Él, no obstante, se sentía inseguro. Del dedo corazón de su mano derecha brotaron pequeños puntos carmesí que pronto devinieron en hilos de sangre.
Él tomó un paño y siguiendo otra tradición, más eficaz y en sintonía con la reparación sanadora, taponó los pequeños cráteres enrojecidos.
Él terminó de recoger. Minutos antes se estaba afeitando cuando sin saber por qué, la imagen que le devolvía el espejo se deshizo, literalmente, en pedazos. Observó la montaña de vidrios diminutos y siguiendo un impulso, los extendió sobre la mesa en forma de luna acuosa en la que no lograba encontrarse.
Él no era hombre de muchas palabras. Pero sí de muchos pensamientos, palabras mudas. A lo largo de su vida el adiestramiento en la parquedad y una inhibidora definición de lo masculino, le identificaron con el silencio. La desconexión de sus emociones se convirtió en una estela pegajosa que desde pequeñito nubló su mirada.
Él se sintió cansado. Echaba en falta poder llorar, quejarse, sentir su flojera sin que se cuestionara su identidad. El abatimiento no se debía al reciente incidente. Era fruto de una semilla plantada casi desde el nacimiento que había sido abonada regularmente y que ahora le hacía parecer un roble cuando en realidad por dentro, se sentía hoja al viento.
Él echaba en falta una educación emocional en modo junco que le dotara de la flexibilidad necesaria para poder aceptar su fragilidad y le permitiera mostrar el enfriamiento que las tormentas vitales le producían, aunque no lo expresara. En cierta ocasión leyó que el término junco venía del latín junguere, que significaba que vinculaba y hacía alusión a la utilización de esta planta en la artesanía como materia prima en la elaboración de cestas y otros aparejos a base de entrelazar sus tallos. Recordaba que le gustó la palabra en cuyo sentido deseó instalarse.
Él reconoció, por primera vez que carecía de habilidad para relacionarse con su vulnerabilidad. Casi lloró. Casi entrevió una mirada de complicidad cuando se asomó a la deconstrucción de un espejo de diseño que se desparramaba en cientos de esquirlas cristalinas. Fue el comienzo. Buena semana.
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