domingo, 28 de enero de 2018

Nº 22 LA LECHUGA EN EL DIENTE


Él miró el plato de ensalada con cierta congoja. Le gustaba, era cierto. Pero se temía que tras dar buena cuenta de la florida combinación de hortalizas, llegaría el incómodo momento.
Él tenía una bonita y seductora sonrisa. Además, con el devenir de los años, había aprendido a sacar provecho del gesto, aparentemente casual, que ubicaba el labio inferior en una actitud de abierto y atractivo desafío. La dificultad estaba en que las paletas estaban ligeramente separadas y, generosas, albergaban trocitos de diminutos  alimentos que, según la coloración, ofrecían un espectáculo deplorable y a su juicio, fundamentalmente asqueroso en aquel fondo coralino.
Él se ejercitaba en pasar la lengua una y otra vez por cada muela, colmillo, canino e incisivo; era tal su obsesión que podría reconstruir  su dentadura con pericia de orfebre. Aún así nunca estaba tranquilo. Especialmente en las comidas donde el interés financiero o amatorio primaba, llegar al postre suponía un calvario que llevaba en silencio en tributo al amor propio.
Él no soportaba encontrar un hilo, una mota de polvo, copos de caspa en la ropa de los demás. No lograba controlarse y sin que se diera cuenta ahí estaba, haciendo notar la imperfección cuando no  corrigiéndola, pequeña o grande sacudida incluida.
Él no soportaba la suciedad. Y menos, el descuido .La apariencia era todo y la primera impresión era la que contaba. Estas ideas estaban grabadas a fuego en su mente y a través de estas lentes asépticas contempló el mundo durante décadas.
Él se sorprendió tomando un postre exótico sin poder recordar cuál había sido el plato principal. Solo tenía ojos para ella. El brillo de sus ojos le encandilaban Las arrugas que se le formaban en la comisura de los labios al reír simulaban senderos apetecibles de explorar. Incluso el pedacito de zanahoria atrincherado en un lateral del colmillo izquierdo que aparecía de forma intermitente según el vaivén de la lengua  se le antojaba como una curiosidad secundaria.

Él amó a aquella mujer desde entonces. Y a partir de ahí, no le preocupó tanto parecer sino ser. Y aunque no descuidaba el cepillo, la pasta dentífrica y la seda dental, aprendió a unir pupila con pupila cuando se miraba y  cuando  miraba. Lo demás, quedaba en el fondo, fuera coralino o no. Buena semana.

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