Él tenía que limpiar la casa. No quería pagar a
otra persona para que fregara los pisos, quitara el polvo o hiciera los baños
de su hogar. No era un tema de dinero. Afortunadamente disponía de una economía
saneada. Era una cuestión de mentalidad. Sus allegados, especialmente
masculinos, le tildaban de mentalidad prusiana.
Él, sin embargo, no se consideraba una persona rígida.
Opinaba que se trataba de mantener sus principios. En decoración su gusto
tiraba por el minimalismo. No recordaba haber coqueteado con el síndrome de
Diógenes ni siquiera de lejos. Al contrario, disfrutaba al abarcar de un solo
vistazo los escasos muebles y demás enseres presentes, algunos de los cuales
guardaban ausencias queridas.
Él saboreaba cuanto poseía, sabedor de lo efímero de su posesión. Tiempo atrás, descubrió que no necesitaba mucho para transitar por este mundo, aunque fuera un valle de lágrimas, ora de tristeza, ora de alegría.
Él no conjugaba el verbo acumular. Prefería otros como usar o trocar: Si se hacía con un objeto, se deshacía de otro al que le unieran vivencias hasta el momento, presentes; y a partir de entonces, finiquitadas.
Él deseaba sentirse ligero por fuera. Por eso hacía ejercicio, y caminaba cada día junto al mar, oyendo los cantos de sirenas marinas que competían con las de los barcos atracados en el cosmopolita y cercano puerto.
Él deseaba sentirse ligero por dentro.Por eso su equipaje no tenía nada que ver con los baúles de la Piquer. No era propietario de grandes posesiones que le encadenaran, sutilmente, al espacio y ea tiempo familiar, geográfico o tradicional.
Él se construía cada mañana.
Él recordaba aquella crónica de una tormenta anunciada. Llovió y sopló el viento .Mucho. El observó cómo el agua cayó limpia y constante, arrastrando toda suciedad que encontrara a su paso. También se fijó en que el viento cambiaba de lugar todo lo que no tenía sólido arraigo.
Él, comprendió en esa ocasión, tras los cristales de su casa rural, que después de la tempestad llegaba la calma; que la rutina solo era apariencia; que cada día no era una copia del anterior sino una pieza exclusiva que tenía las horas contadas.
Él sintió, desde entonces, que cada amanecer era una bisagra que abría puertas y ventanas a paisajes insospechados en la oscuridad de la noche. Parajes a los que no retornaría, pues eran lugares de paso. Y así, jornada a jornada, viajero incansable desbrozando los recodos de minutos y segundos, acumuló años, acarició la vida de la que se despedía, cada crepúsculo, agradecido por el placer único experimentado.
Él se deconstruía cada noche.
Él, a veces no estaba feliz; pero sí era feliz; aunque no sonriera siempre, aunque no le gustara que otras personas le ordenaran y limpiaran sus cosas, aunque le tildaran de mentalidad prusiana; aunque fuera tantas cosas y no fuera otras tantas.
Él sabía que todo esto, también pasaría. Buena semana.
Él saboreaba cuanto poseía, sabedor de lo efímero de su posesión. Tiempo atrás, descubrió que no necesitaba mucho para transitar por este mundo, aunque fuera un valle de lágrimas, ora de tristeza, ora de alegría.
Él no conjugaba el verbo acumular. Prefería otros como usar o trocar: Si se hacía con un objeto, se deshacía de otro al que le unieran vivencias hasta el momento, presentes; y a partir de entonces, finiquitadas.
Él deseaba sentirse ligero por fuera. Por eso hacía ejercicio, y caminaba cada día junto al mar, oyendo los cantos de sirenas marinas que competían con las de los barcos atracados en el cosmopolita y cercano puerto.
Él deseaba sentirse ligero por dentro.Por eso su equipaje no tenía nada que ver con los baúles de la Piquer. No era propietario de grandes posesiones que le encadenaran, sutilmente, al espacio y ea tiempo familiar, geográfico o tradicional.
Él se construía cada mañana.
Él recordaba aquella crónica de una tormenta anunciada. Llovió y sopló el viento .Mucho. El observó cómo el agua cayó limpia y constante, arrastrando toda suciedad que encontrara a su paso. También se fijó en que el viento cambiaba de lugar todo lo que no tenía sólido arraigo.
Él, comprendió en esa ocasión, tras los cristales de su casa rural, que después de la tempestad llegaba la calma; que la rutina solo era apariencia; que cada día no era una copia del anterior sino una pieza exclusiva que tenía las horas contadas.
Él sintió, desde entonces, que cada amanecer era una bisagra que abría puertas y ventanas a paisajes insospechados en la oscuridad de la noche. Parajes a los que no retornaría, pues eran lugares de paso. Y así, jornada a jornada, viajero incansable desbrozando los recodos de minutos y segundos, acumuló años, acarició la vida de la que se despedía, cada crepúsculo, agradecido por el placer único experimentado.
Él se deconstruía cada noche.
Él, a veces no estaba feliz; pero sí era feliz; aunque no sonriera siempre, aunque no le gustara que otras personas le ordenaran y limpiaran sus cosas, aunque le tildaran de mentalidad prusiana; aunque fuera tantas cosas y no fuera otras tantas.
Él sabía que todo esto, también pasaría. Buena semana.
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