Ella sintió el latido acelerado de su corazón. Había estado a un paso de ser atropellada por un coche cuyo conductor maniobrara imprudentemente en una zona de escasa visibilidad. Menos mal que tanto uno como la otra pudieron reaccionar con rapidez y evitar daños mayores.
Ella tomó, despacio, un buche de agua, intentando serenar las palpitaciones que brincaban en su pecho. Repetía en su mente la secuencia recién vivida como si de una toma falsa se tratara y no podía evitar que el miedo se apoderara de su cuerpo secando su boca, secando su andar, secando su hacer. Sólo el sístole y el diástole desbocados galopaban por el paraje inerte en el que había trocado su figura.
Ella recobró paulatinamente el sosiego y mientras caminaba por el paseo marítimo de la ciudad sintió unas enormes ganas de andar por la arena rubia; así lo hizo y fue dejando huellas efímeras que las olas desgastadas que alcanzaban la orilla, en un último esfuerzo, hacían desaparecer.
Ella caminó alrededor de un kilómetro .El agua, salada y fría, masajeó sus pies y transcurridos unos minutos de continuo contacto, líquido y piel ajustaron temperatura.
Ella , ahora, estaba tranquila. Volvía a la calma producto del bienestar. Se sabía protegida por la calidez del tibio sol del crepúsculo que se despedía sin aspavientos, sabedor de que su retorno era cuestión de horas.
Ella pensó en el suceso acontecido horas atrás. No era una persona miedosa pero no coqueteaba con la temeridad. Había optado por revestir su respirar de una capa de prudencia y se reconocía en ese mirar sereno que le proporcionaba el desapego inteligente. Desde la lucidez retornó al momento en que se experimentó como presa de un miedo atávico; aunque, bien era verdad, que como llegó, se fue.
Ella era consciente del papel fundamental que para la supervivencia de la humanidad tenía el miedo pues evitaba que corriera peligros innecesarios y facilitaba su permanencia en el planeta. Pero hilando el uso y abuso de esta emoción a lo largo de la Historia ella se encontró ante lo que le dio por llamar el miedo diferencial. Lo entendía como aquel que impersonalizaba a quien lo infligía y que se convertía en grillete eficaz para el control del disenso. Le vino a la mente las desapariciones forzosas que, en tiempos de guerra o postguerra, hambruna o pobreza, odio o desamor, convierten a los catalogados como débiles y dañinos (extraña ecuación) en marionetas cuyos movimientos dependen de siniestras crucetas. También reconocía ese miedo diferencial en la sociedad que gozaba de un estado de derecho cuando las desapariciones forzadas tenían por objeto los logros productos del buen hacer de hombres y mujeres que con sabiduría, valor y amor propiciaron que este fuera el mejor mundo de los posibles, por el momento.
Ella, parejo a estas cavilaciones percibió el eco de un sobresalto, que no le llegó a cortar la respiración pero cuyo amago de ahogo le hizo ponerse en guardia ante el peligro que no venía de frente, no chirriaba, no tocaba el claxon, no derrapaba sino que se iba acomodando lentamente en forma de mediocridad generalizada y que, inasible como la niebla, no dejaba ver con claridad por dónde se andaba.
Ella sostuvo la bruma mental que la envolvió durante unos minutos y se dijo que solo era viable la solución sostenible: aquella que permitiera la acción propia y ajena sin necesidad de echar mano de ese miedo que marcaba la diferencia entre humanos bestiales y bestialidades humanas ( con perdón para las bestias). Buena semana.
Ella tomó, despacio, un buche de agua, intentando serenar las palpitaciones que brincaban en su pecho. Repetía en su mente la secuencia recién vivida como si de una toma falsa se tratara y no podía evitar que el miedo se apoderara de su cuerpo secando su boca, secando su andar, secando su hacer. Sólo el sístole y el diástole desbocados galopaban por el paraje inerte en el que había trocado su figura.
Ella recobró paulatinamente el sosiego y mientras caminaba por el paseo marítimo de la ciudad sintió unas enormes ganas de andar por la arena rubia; así lo hizo y fue dejando huellas efímeras que las olas desgastadas que alcanzaban la orilla, en un último esfuerzo, hacían desaparecer.
Ella caminó alrededor de un kilómetro .El agua, salada y fría, masajeó sus pies y transcurridos unos minutos de continuo contacto, líquido y piel ajustaron temperatura.
Ella , ahora, estaba tranquila. Volvía a la calma producto del bienestar. Se sabía protegida por la calidez del tibio sol del crepúsculo que se despedía sin aspavientos, sabedor de que su retorno era cuestión de horas.
Ella pensó en el suceso acontecido horas atrás. No era una persona miedosa pero no coqueteaba con la temeridad. Había optado por revestir su respirar de una capa de prudencia y se reconocía en ese mirar sereno que le proporcionaba el desapego inteligente. Desde la lucidez retornó al momento en que se experimentó como presa de un miedo atávico; aunque, bien era verdad, que como llegó, se fue.
Ella era consciente del papel fundamental que para la supervivencia de la humanidad tenía el miedo pues evitaba que corriera peligros innecesarios y facilitaba su permanencia en el planeta. Pero hilando el uso y abuso de esta emoción a lo largo de la Historia ella se encontró ante lo que le dio por llamar el miedo diferencial. Lo entendía como aquel que impersonalizaba a quien lo infligía y que se convertía en grillete eficaz para el control del disenso. Le vino a la mente las desapariciones forzosas que, en tiempos de guerra o postguerra, hambruna o pobreza, odio o desamor, convierten a los catalogados como débiles y dañinos (extraña ecuación) en marionetas cuyos movimientos dependen de siniestras crucetas. También reconocía ese miedo diferencial en la sociedad que gozaba de un estado de derecho cuando las desapariciones forzadas tenían por objeto los logros productos del buen hacer de hombres y mujeres que con sabiduría, valor y amor propiciaron que este fuera el mejor mundo de los posibles, por el momento.
Ella, parejo a estas cavilaciones percibió el eco de un sobresalto, que no le llegó a cortar la respiración pero cuyo amago de ahogo le hizo ponerse en guardia ante el peligro que no venía de frente, no chirriaba, no tocaba el claxon, no derrapaba sino que se iba acomodando lentamente en forma de mediocridad generalizada y que, inasible como la niebla, no dejaba ver con claridad por dónde se andaba.
Ella sostuvo la bruma mental que la envolvió durante unos minutos y se dijo que solo era viable la solución sostenible: aquella que permitiera la acción propia y ajena sin necesidad de echar mano de ese miedo que marcaba la diferencia entre humanos bestiales y bestialidades humanas ( con perdón para las bestias). Buena semana.
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