domingo, 25 de marzo de 2018

Nº 30 LA CABEZA DANZANTE


Él procuraba coordinar los movimientos de su cuerpo con toda la disciplina de la que era capaz. Pero no había manera. Cuando quería que la mano derecha se extendiera, armoniosa, hacia la izquierda, en actitud de ofrenda, el resultado era un giro brusco, titubeante, a punto del tambaleo, como si de una frágil pirámide de naipes se tratara.
Él procuraba situarse en el final de la fila para no sentir los ojos, incluso los considerados amigos, que, a su juicio, contemplarían con mofa, sus torpes andares. Tardó en darse cuenta de que daba igual la posición en la que se encontrara, pues el objetivo de tal alineación era el descubrimiento individual de las propias potencialidades, a una distancia adecuada del resto.
Él procuraba convencerse de que aquello era necesario; en su fuero interno lo consideraba poco masculino y maldecía una y otra vez el momento en el que se apuntó al curso de Formación de su empresa; en su publicidad aseguraba que daría herramientas válidas para alcanzar sus objetivos profesionales. ¡Menudo fiasco!
Él procuraba pasar el tiempo lo más rápido posible pero los cincuenta minutos de cada sesión de trabajo le resultaban eternos. Y lo peor era que no encontraba sentido a aquel continuo repetir. No entendía qué tenía que ver el éxito laboral con volver una y otra vez a una postura, un estiramiento, una coordinación entre miembros o un gesto.
Él procuraba aguantar y seguir las indicaciones. Así día tras día se tragaba su sentido del ridículo tal como deglutía las críticas devastadoras de sus superiores, en muchas ocasiones, mediocres corazones ásperos, rotos… asustados. 
Él procuraba resistir y así transitó tres estaciones durante las cuales cambió su posición en el ordenamiento cuadricular del espacio; a lo largo de horas rumiadas como amargo pasto agudizó sus sentidos, especialmente el oído y el tacto. 
Él procuraba, pasado el tiempo, cuando faltaba poco más de tres semanas para concluir la actividad, llegar pronto a fin de aprovechar al máximo ese momento de recogimiento y expansión. La primera vez que se situó en el inicio de la fila, tardó en reconocerse en la pared, reconvertida en espejo, que le devolvía la imagen de un cuerpo del que brotaba una coreografía exclusiva y hermosa. Fue el inicio de muchas sorpresas que experimentó a partir de que en sus pies de bailarín habitó sus oídos. Desde entonces, supo escuchar cuando oye, y empezó a comprender cuál es la danza que impregna la palabra propia y ajena. Fue consciente de que el razonar es una de las formas más bellas de danzar. Y que en el bailar hay una forma de pensar que nos hace seres divinos. Bailemos…razonemos. Buena semana
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