domingo, 1 de abril de 2018

Nº31. EL PESO DEL PASO


Ella fijó la atención en sus pies descalzos que andaban, con la firmeza de la indiferencia al dolor que solo otorga el recuerdo, grabado a fuego, de un sufrir mayor. Un traje marrón, sencillo, de manga larga, lejos de ser muestra solo de un gusto estético austero, hablaba, cuando no gritaba, de un trueque en el que el antídoto para la aflicción se vestía de agradecimiento canelo oscuro.
Ella fijó la mirada penitente en un punto indefinido. Sobria, lejana, de vueltas de los infiernos, aliviada con el corazón cicatrizado, empeñada en corresponder a lo pactado. 
Ella, rostro arrugado en el que habitaban meandros y otros accidentes propios de la orografía facial entrada en años, llevaba esperando ese momento varios meses; desde aquel noviembre invernal en el que las visitas al hospital salieron de su rutina a escape, sin que se las echara de menos, dejando tras de sí una estela aromática y aséptica. Era el olor del desinfectante con el que frotaba sus manos cada vez que entraba o salía de la habitación y que su nariz confundía con el perfume de flores marchitas alcoholizadas.
Ella, ahora, pagaba la deuda contraída con la caminata que, lejos de la práctica placentera del senderismo, rememoraba, bien es verdad que con una buena dosis de anestesia emocional, las veredas del padecimiento ya zanjado.
Ella había hecho una promesa guiada por una deseo febril de conjurar la impotencia ante la agonía de un ser querido. Perdiendo la fe en las estadísticas que pintaban un panorama desolador buscó la alianza que le acompañara en los momentos, que de pronto fueron años, de supervivencia aderezada con el caldo ácido de la angustia.
Ella recorrió los kilómetros de la procesión, en silencio, los labios sellados, los oídos taponados, los ojos centrados en la curva o recta que se abrían a su paso, las manos asiendo, rígidas los pliegues del uniforme café con leche, la nariz, embriagada con la esencia del descanso del que salda una deuda cuantiosa.
Ella sentía sobre sí el peso de su paso en la vida, que a su parecer, le ofrecía una segunda oportunidad, una prórroga valiosa en la que su vestuario se poblaría de colores alegres. Eso sería después. Al concluir ese andar peregrino en el que aún gusano intuía la cercanía de su transformación en mariposa.
Ella llegó a la meta final. Sus pies, sucios y dolientes, acogerían en breve un cómodo calzado. Su cuerpo exhausto por el esfuerzo, se envolverían, en breve también, en cálidas sábanas perfumadas. Su corazón, cauterizada la herida, retornaba a un sístole y diástole ordinarios sin alteración digna de tener en cuenta. 
Ella recordó el abrazo plagado de sincero agradecimiento, que diera al equipo médico que, a su juicio, realizara el milagro. Solo le restaba un tema pendiente y recurrente entre quienes la desesperación hacía diana. 
Ella había aprendido que el dolor era sagrado. El propio y el ajeno. El físico y el emocional. Y desde entonces aligeró el peso de su paso. Buena semana.



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