Él subió la persiana metálica. Había almorzado temprano una comida ligera.
Aún faltaban dos horas para abrir el negocio pero había mucho que preparar. A
pesar de lo agotador de su quehacer laboral, disfrutaba con la sonrisa, un
híbrido entre nerviosismo e ilusión, que
afloraba en el rostro de quien ocupara el trono de uno de los más tiernos protagonismos posibles, durante unas
horas.
Él sentía un bienestar inefable cada
tarde cuando la vida se volvía dulzura en
forma de tarta, la ilusión se vestía de
velas encendidas o números candentes y
la tradicional banda sonora, felicitaba, envolvente, con una melodía, mantra ancestral, cuya letra establecía una ecuación en la que despejar las
incógnitas tenía más que ver con la satisfacción de los deseos que con un
difícil problema a resolver.
Él, antes de abrir las puertas de su local de celebración de cumpleaños,
brindaba con agua, con zumo, con
refresco, con vino o con licor, por la
dicha ajena que en breve, tomaría el lugar por asalto.
Él pensaba, cada noche al echar las
persianas en su lugar de trabajo, en la
belleza que se aposenta dos dedos por debajo del ombligo, que trepa hasta los labios para habitar en forma
de sonrisa sin otra causa que la de sentir , como decía el poema de la escritora tinerfeña, Isabel
Medina, interpretado por la cantautora Marisa.”Qué bueno que alguien decidió
que tú pudieras ser”.
Él, al terminar su jornada, brindaba con agua, zumo, refresco, vino o licor
por la dicha propia que, escalaba desde su vientre para coronar su boca. Y durante
364 días al año (a excepción de los
bisiestos) había aprendido a felicitarse como si del día de su cumpleaños se
tratara. Era su forma de celebrar la vida. Lúcida tradición. Y así, agradecía
estar vivir. Buena semana..