domingo, 22 de abril de 2018

Nº34 LA LÚCIDA TRADICIÓN


Él subió la persiana metálica. Había almorzado temprano una comida ligera. Aún faltaban dos horas para abrir el negocio pero había mucho que preparar. A pesar de lo agotador de su quehacer laboral, disfrutaba con la sonrisa, un híbrido entre nerviosismo e  ilusión, que afloraba en el rostro de quien ocupara el trono de uno de los más  tiernos protagonismos posibles, durante unas horas.
Él sentía un bienestar  inefable cada tarde cuando  la vida se volvía dulzura en  forma de tarta, la ilusión se vestía de velas encendidas  o números candentes y la tradicional banda sonora, felicitaba, envolvente,  con una melodía, mantra ancestral, cuya letra  establecía una ecuación en la que despejar las incógnitas tenía más que ver con la satisfacción de los deseos que con un difícil  problema a resolver.
Él, antes de abrir las puertas de su local de celebración de cumpleaños, brindaba con agua, con zumo,  con refresco, con vino o  con licor, por la dicha ajena que en breve, tomaría el lugar por asalto.
Él pensaba, cada noche  al echar las persianas en su lugar de  trabajo, en la belleza que se aposenta dos dedos por debajo del ombligo, que  trepa hasta los labios para habitar en forma de sonrisa sin otra causa que la de sentir , como decía  el poema de la escritora tinerfeña, Isabel Medina, interpretado por la cantautora Marisa.”Qué bueno que alguien decidió que tú pudieras ser”.
Él, al terminar su jornada, brindaba con agua, zumo, refresco, vino o licor por la dicha propia que, escalaba desde su vientre para coronar su boca. Y durante  364 días al año (a excepción de los bisiestos) había aprendido a felicitarse como si del día de su cumpleaños se tratara. Era su forma de celebrar la vida. Lúcida tradición. Y así, agradecía estar vivir.  Buena semana..


domingo, 15 de abril de 2018

Nº 33 LA DIVISIÓN COLUMNAR



Ella estaba arreglando el pavimento de su jardín. El empuje de raíces potentes había levantado el piso. Así lucía una parte del terreno, en la zona cercana a un acebuche de tronco robusto y un tanto retorcido donde pequeñas y suaves colinas se elevaban ligeramente. La ondulación era visible si bien de fácil integración en el paisaje. Otra cuestión era la fractura que atravesaba a varios azulejos.
Ella pensó en la fuerza de lo que no estaba en la superficie pero que más temprano que tarde, afloraba marcando su orografía. Se fijó en que por mucho cemento que se vertiera sobre la vida, quedaba algún resquicio donde el latido de la tierra se perpetuaba.
Ella se dijo que costaba inventariar los elementos del paisaje, de cualquier paisaje, natural o artificial. Porque, en lo hondo, a veces lo que está sumergido fluye como mar de rutina serena; pero otras, esconde formas que han quedado petrificadas en un instante de sorpresa. En estos casos la solidificación se habría producido ante la imposibilidad del desbordamiento o el vaciarse.
Ella se concentró en la línea desigual que partía en dos mitades desiguales un ladrillo color salmón. Una hormiga bien nutrida, ágil, presurosa, andaba el camino convertido en desfiladero.
Ella se imaginó una lluvia repentina y casi eterna que aflorara lo que estaba oculto en el jardín, el propio, el ajeno y el común. Tuvo la certeza de que emergerían bastantes formaciones afectadas por la división columnar.  Se aventuraba a afirmar que los pentágonos o hexágonos y en algunos casos, octágonos, que conformarían sus caras podrían ser fácilmente reconocibles como las máscaras que, pese a su aparente variedad, se reducían a la tragedia y comedia en la que la vida se desdobla como folio plegado una y mil veces en la construcción de figuras de papel.
Ella cabalgó, a lomos de la imaginación, retornando a la superficie. Y volvió a contemplar la elevación, la fractura, por la que, esta vez, se escapaba a toda velocidad una fila de hormigas disciplinadas y eficaces en el cumplimiento del rutinario deber programado, hasta que desapareció por el abismo. En ese momento tomó una decisión.
Ella levantaría el piso de su jardín. “Sacaría todo afuera, como la primavera.” Había decidido que quería que nacieran cosas nuevas y para ello empezaría por reconocer, aceptar con ternura, o sea, amar y recolocar en el nuevo espacio cuanta forma petrificada por la contención excesiva había dado paso a un subsuelo donde la vida se estrechaba en una agonía geométrica .Después llegarían, las flores y los frutos. Tiempo al tiempo. Buena semana.

domingo, 8 de abril de 2018

Nº32. LA ORUPOSATERAPIA


Él se había convertido en una pieza de puzle que había encontrado su encaje.
Él, desde hacía tiempo, años ya, había sustituido la prisa por la eficacia. Había rectificado su trayectoria, hasta entonces lineal, previsible y jalonada de ansiedades. Fue en cierta rotonda vital, donde optó por otra salida.
Él desaprendió, aunque no olvidó, y aprendió, recordando lo estudiado. Desde aquella época lejana, sus pasos diarios, que venían a morir en la nocturnidad, se despedían con un “majo y cierro” que ponía punto y final a lo que la jornada le reparara. Sin volver la vista atrás.
Él se instruyó en una disciplina que contenía la actualización periódica en coincidencia con el crepúsculo, periódico también, de lo que tuvo a bien llamar “”Oruposaterapia”.
Él, con su nuevo entrenamiento se condujo de otra forma,  en el ámbito privado como público. Se imaginaba como una eterna crisálida que albergaba tanto al gusano pasado como a la mariposa futura pero que no se identificaba totalmente con ninguno de los dos.
Él vivía en una época donde la palabra terapia se había convertido en sufijo imprescindible para certificar el manejo sano de la propia vida. Bastaba teclear dicho vocablo en el más exitoso de los buscadores para que en 0’43 segundos aparecieran 146 millones de páginas relacionadas con tal popular palabra. Por esto le resultó sencillo poner nombre a la forma que de allí en adelante le enseñaría a vivir la vida de la mejor manera posible en el mejor de los mundos posibles.
Él, cuando el sol cedía su lugar a la luna, diseccionaba las horas pretéritas, en las que la vigilia repartía espacios tanto de tristeza como de alegría. Al comienzo de este aprender, cedió a la tentación de vestir la aflicción con el poco agraciado traje de la incomodidad y obligar al alborozo a llevar el atuendo uniforme de la felicidad. Pero, a medida que el ejercicio se hizo rutina, ante el cual, la miopía vital respondía con las agujetas del desagrado, la cosa cambió.
Ý él también.
Él, cada noche se despide de lo que fue, sabedor de que no hay tiempo perdido y de que las ganas de ir en su busca tiene más de leyenda urbana que de realidad ( rural o metropolitana). Se siente así, oruga que barrunta su final transformador. Cada noche, de igual modo, experimenta las contracciones, aun de baja intensidad y espaciadas, de lo que ha de llegar. Es su parte mariposa que pide aire por el que volar.
Él ha pasado de formar parte de un rompecabezas a un arreglacorazones. Los suyos. Y también, los ajenos. Y este es su encaje. Buena



domingo, 1 de abril de 2018

Nº31. EL PESO DEL PASO


Ella fijó la atención en sus pies descalzos que andaban, con la firmeza de la indiferencia al dolor que solo otorga el recuerdo, grabado a fuego, de un sufrir mayor. Un traje marrón, sencillo, de manga larga, lejos de ser muestra solo de un gusto estético austero, hablaba, cuando no gritaba, de un trueque en el que el antídoto para la aflicción se vestía de agradecimiento canelo oscuro.
Ella fijó la mirada penitente en un punto indefinido. Sobria, lejana, de vueltas de los infiernos, aliviada con el corazón cicatrizado, empeñada en corresponder a lo pactado. 
Ella, rostro arrugado en el que habitaban meandros y otros accidentes propios de la orografía facial entrada en años, llevaba esperando ese momento varios meses; desde aquel noviembre invernal en el que las visitas al hospital salieron de su rutina a escape, sin que se las echara de menos, dejando tras de sí una estela aromática y aséptica. Era el olor del desinfectante con el que frotaba sus manos cada vez que entraba o salía de la habitación y que su nariz confundía con el perfume de flores marchitas alcoholizadas.
Ella, ahora, pagaba la deuda contraída con la caminata que, lejos de la práctica placentera del senderismo, rememoraba, bien es verdad que con una buena dosis de anestesia emocional, las veredas del padecimiento ya zanjado.
Ella había hecho una promesa guiada por una deseo febril de conjurar la impotencia ante la agonía de un ser querido. Perdiendo la fe en las estadísticas que pintaban un panorama desolador buscó la alianza que le acompañara en los momentos, que de pronto fueron años, de supervivencia aderezada con el caldo ácido de la angustia.
Ella recorrió los kilómetros de la procesión, en silencio, los labios sellados, los oídos taponados, los ojos centrados en la curva o recta que se abrían a su paso, las manos asiendo, rígidas los pliegues del uniforme café con leche, la nariz, embriagada con la esencia del descanso del que salda una deuda cuantiosa.
Ella sentía sobre sí el peso de su paso en la vida, que a su parecer, le ofrecía una segunda oportunidad, una prórroga valiosa en la que su vestuario se poblaría de colores alegres. Eso sería después. Al concluir ese andar peregrino en el que aún gusano intuía la cercanía de su transformación en mariposa.
Ella llegó a la meta final. Sus pies, sucios y dolientes, acogerían en breve un cómodo calzado. Su cuerpo exhausto por el esfuerzo, se envolverían, en breve también, en cálidas sábanas perfumadas. Su corazón, cauterizada la herida, retornaba a un sístole y diástole ordinarios sin alteración digna de tener en cuenta. 
Ella recordó el abrazo plagado de sincero agradecimiento, que diera al equipo médico que, a su juicio, realizara el milagro. Solo le restaba un tema pendiente y recurrente entre quienes la desesperación hacía diana. 
Ella había aprendido que el dolor era sagrado. El propio y el ajeno. El físico y el emocional. Y desde entonces aligeró el peso de su paso. Buena semana.