Ella giró sobre sí. Seguía las indicaciones de la monitora, en aquel taller de baile, que se
retorcía en cada paso. A pesar de ser una mujer corpulenta, al ritmo de la
música de los tambores, su figura se desdibujaba rompiéndose y recomponiéndose
en pocos segundos.
Ella sintió el calor del sol en su piel blanca. Tenía sed. Pero se resistía
a dejar la improvisada pista en
donde música, danza, sudor y
alegría se mezclaban en alegre silueta móvil.
Ella intentaba copiar los gestos de la mujer alta, ancha, negra que,
risueña invadía el espacio a golpe de movimientos cimbreantes y sonrisa amplia.
Ella repetía la letanía gozosa y su cuerpo se volvió volcán. A su lado,
otras personas de similar o diferente edad a la suya componían una efímera
coreografía en la que cada cual tenía su lugar.
Ella creyó que flotaba cuando tras tocar el piso , levantó el pie derecho
con una fuerza desconocida pero que fluyó con naturalidad. No había
competición, solo ganas de danzar. No había comparación que catalogara lo
diferente como deficiente; solo había creatividad.
Ella trocó en junco y, flexible, comprendió que lo mismo besaba el suelo
que tocaba el cielo. A fin de cuentas, la vida era bailar y cuanta más
flexibilidad, más posibilidad de saborear la cadencia propia y ajena. Buena
semana.
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