lunes, 30 de julio de 2018

Nº 48 QUÉ BIEN LO PASAMOS.



Él  apretaba el dosificador del protector en formato espray. Resultaba más cómodo y eficaz que el tradicional envase en crema. Era perfecto para guarecerse de los efectos negativos del sol. Siempre y cuando no hubiera viento. Y así fue en esa mañana, en una playa de arena negra.
Él  tardó en percatarse de que el destinario del anti solar no era su hijo sino un señor que sentado a su derecha había tenido la buena fortuna de estar en la misma dirección que el viento. Así su espalda fue llenándose de pequeñas burbujitas refrescantes que al contacto con la piel formaban una fina y brillante película. Y en su rostro, brotó una mueca placentera.
Él se rió pensando que siempre había quien se beneficiara  de lo que forma inesperada entraba en su vida como oportunidad sin haber  puesto intención. Se trataba solo de haber estado en el momento y en el lugar adecuados.
Él recordó a su madre, mujer refranera, de enjundia. Era  de esas personas que parecía vivir en delegación. Tardó en comprenderla y sobre todo en aceptarla. Aferrada a sus cuatro paredes, salía en raras ocasiones y tenía que contar con la certeza de que no habría ningún inconveniente que abortara su bienestar.
Él llegó a la conclusión de que su progenitora necesitaba que alguien le garantizara que todo iría bien. Si iba de vacaciones, acumulaba malestares varios y nervios de diversa índole que se alojaban en distintas partes de su cuerpo: cabeza, garganta, estómago y en algún que otro esguince en el tobillo.
Él recordaba con asombro que el relato que su madre hacía, a posteriori,  de las vacaciones  a toda vista desastrosas, se dulcificaba  y con el paso del tiempo y a base de repetición  quedaba tintado con el barniz de lo idílico. Así tras retornar solía repetir” qué bien lo pasamos”. Por supuesto, después de cruzar el umbral de su casa convertida en fortaleza inexpugnable.
Él comprendía que su madre no podía disfrutar del presente salvo que este quedara confinado en los férreos, aunque transparentes muros, techo de cristal incluido, del recuerdo. También admiraba su capacidad narrativa que le hacía disfrutar en la ficción lo sufrido en la realidad.
Él trajo su mente a la playa rocosa, al niño en busca de protección, a la sonrisa  socarrona del vecino de toalla, al espray que había errado en su objetivo . Realmente se había sentido ridículo por no prever la dirección del viento. Pero acto seguido se dijo que probablemente cuando el hecho fuera transformado en anécdota lo que le había supuesto desagrado, por obra y gracia de la fabulación, trocaría en diversión.
Él giró su posición y esta vez, acertó en lograr la protección deseada de su vástago. Se sintió satisfecho .No hubo necesidad de esperar al instante futuro. En ese momento tuvo consciencia del parentesco de la felicidad con saber posicionarse ante la ventolera. Buena semana.


domingo, 22 de julio de 2018

Nº 47. NO SÉ.


Ella abrió los ojos y parpadeó. Se había quedado dormida en la hamaca de la playa bajo una amplia sombrilla que la protegía de un sol de justicia.
Ella había descansado  la media hora larga de siesta profunda; esa que deja un pequeño rastro transparente trocando, por momentos, a blanquecino, en la comisura de los labios, cuando su boca reposaba sin tener que hablar o masticar lo escuchado. Solo descansaba.
Ella despertó sin saber qué hora sería. Somnolienta aún observó que la playa mostraba la actividad propia de la estación veraniega a media tarde. En la hamaca contigua un rostro familiar y querido roncaba.
Ella desconocía cuánto tiempo había estado dormida. Mientras borraba todo resto de baba de su rostro le dio por pensar en  las cosas que no sabía, que no había aprendido y en las que probablemente no aprendería en su vida.
Ella estaba interesada por comprender el funcionamiento de lo que la rodeaba. Se interrogaba sobre el para qué de las cosas, de los hechos, de los pensamientos, de las emociones, de los sentimientos; en fin, indagaba en la finalidad de la vida si bien en muchas ocasiones dudaba de que hubiera un objetivo que alcanzar más allá del propio vivir.
Ella estaba descansada. Había comido bien, el sueño fue reparador y una hora antes había nadado en el mar que impregnó su piel con una mascarilla salada. Sería por eso por lo que su cabeza siguió cuestionándose hasta dónde llegaría a descifrar en su paso por la vida.
Ella se dijo que el conocimiento estaba muy valorado en la sociedad y que en base a su posesión se dividía a las personas en un orden jerárquico. Claro que bien pudiera ser que dicho orden solo fuera imaginado, tal como Harari planteara en Sapiens afirmando que  su percepción como real le fuera conferida por sus características, a saber, estar incrustado en el mundo material, modelar nuestros deseos y ser intersubjetivo.
Ella disfrutaba conociendo, llegando a una meta que, tras alcanzarla, se convertía en punto de partida para otro empeño. Incluso cuando optó por el autoconocimiento que, en teoría, solo demandaba un volverse hacia sí, una vez que el aire tomaba la forma de la respiración entrenada, brotaban por doquier más interrogantes que  entretejían las horas en las que se  entretenía pero no se distraía.
Ella concluyó  que desconocía las excepciones en beneficio de las reglas. Sintió un profundo interés por las voces que no tenían voz, incluso cuando la voz  real por decreto hablara de ellas. Y en este punto lo poco que quedaba de un pensamiento lineal y ordenado saltó por los aires, cayendo cascotes, embriones preñados de otras miradas, otras propuestas, otras palabras y otros silencios.
Ella fue al mar. Sus pies sintieron el escalofrió que produce cambiar de temperatura, adaptarse a otro medio. Y, viva, se dijo… a por las excepciones.  Buena semana.



domingo, 15 de julio de 2018

Nº 46. EL NIEBLAJE.


Él  pensó. A veces no le quedaba más remedio. Otras,  su voluntad  tomaba la iniciativa y machete dialéctico en manos, cuando no sujeto entre los dientes, se disponía a desbrozar el laberinto mental en el que trocaba su vida de vez en vez.
Él sabía cómo empezaba la cosa. Principiaba con un empeño centrífugo que le hacía estar ausente de donde estuviera su cuerpo depositado. Daba igual lo atractivo del paisaje físico o humano circundante. Tampoco  había ninguna manifestación que anunciara  transformación alguna pero el caso era que, en cierto momento,  su figura adoptaba el modo automático. Para el mundo, él aparentemente era el mismo de siempre. Las personas le hablaban, saludaban, tocaban. Incluso su pareja le acariciaba como si de verdad estuviera. Aunque cierto era que se quejaba, a veces, de lo taciturno que se mostraba antes, durante y después de juntar jadeos placenteros. Bueno, no solo en estos momentos en los que vivía sin vivir en sí.
Él ambulaba por tierras de penumbras aunque para el resto imperara el más tórrido de los estíos. La bruma,  que no llegaba a ser opaca, le impedía estar en la misma sintonía que la rutina vital de la que hasta hacía poco, formaba parte.
Él, a base de experiencia, se acostumbró a reconocer los indicios de lo que terminó por llamar la época del nieblaje. No sabía si tenía que ver con cambios hormonales pero en esos días no quería nada del mundo salvo su desaparición. Tampoco quería hablar. Y menos escuchar. Solo deseaba envolverse en la niebla que de tan hondo, rebosaba por los lagrimales. Esto ocurría cuando estaba solo. Porque cuando veía venir la tormenta intentaba que no hubiera ojos físicos o virtuales que testimoniaran lo que no sería más que una nube, cíclica, pero pasajera.
Él sabía cómo acababa la cosa. A su tiempo, la palabra serena alojada en el corazón,  brotaba, con fuerza centrípeta. Sístole y diástole  tejían  pensamientos con los que zurcir aquellos agujeros que la incomprensión había agrandado por su uso excesivo; pegar cremalleras para cerrar lo que no era necesario dejar a la vista, subir los vueltos de los sueños cuando caían a ras del suelo con el riesgo de terminar arrastrados y bordar la belleza que alumbraría la acción diaria.
Él pensó que cada vez tenía más remiendos; que  cada vez se equivocaba mejor; por eso, de vez en vez, besaba sus costuras. Buena semana.


domingo, 8 de julio de 2018

Nº 45. EL LÁPIZ DE PUNTA BLANDA.


Ella trasteó por la mesa de trabajo. Se había despertado alegre, fresca, descansada. Habiéndole cogido la medida a  sus pretensiones se daba por satisfecha  por principiar el día de forma tan amable.
Ella dejó a un lado el portátil y abrió una carpeta que contenía bocetos de bocetos y algún que otro esbozo.
Ella sonrió. Le gustaba idear  una imagen y después perseguirla a base de borradores, rectas y curvas en consenso o disenso creativo hasta darle alcance en forma de silueta.
Ella saboreaba despacio el proceso creativo, prolongando el desenlace  todo lo que podía. Sabía que una vez concluida la delineación, toda variación estaría constreñida a los contornos prefijados. Por eso disfrutaba tanto al ralentizar la construcción de fronteras gráficas.
Ella observó los lápices que utilizara el día anterior. Le resultaba curioso lo contradictorio entre su apariencia y la tonalidad que parían. Tomó el lápiz duro para rellenar un dibujo inacabado  semanas atrás y que clamaba por alcanzar su fin. Repasó con un lápiz de punta suave los bordes y una vez ennegrecido el perímetro le dio por pensar que tal vez, la dureza vital,  a la larga, se disuelve en tonalidades borrosas de nebuloso e infausto recuerdo; mientras que lo trazado con el buen hacer de la serenidad,  alumbra aquello que resalta por su intensidad, externa o interna.
Ella se imaginó en sus tiempos de bruma, en medio de  tormentas físicas o de las otras y se sintió neblina también, trazo borroso que apuntara a su extinción. Volvió al carboncillo de punta blanda;  al sentir su tacto y la estela  viva que dejaba en sus dedos,  revivió momentos de sosiego en los que el bienestar no requería de un porqué o un para qué. Solo tocaba, entonces, entregarse al disfrute placentero mientras la vida se dejaba sentir en su versión de mayor intensidad, despejándose como si de incógnita para principiantes se tratara.
Ella dibujó durante  horas. Los lapiceros menguaron dando a luz nuevas formas a la búsqueda de colores Esa mañana en la que el tiempo había pasado de puntillas,  ella trocó en un lápiz de punta blanda dispuesta a que lo que quedara del día fuera digno de un buen subrayado. Buena semana.


domingo, 1 de julio de 2018

Nº 44. EL ENCUENTRO COTIDIANO.

Él se agachó para sacar una piedrilla de su sandalia derecha. Andaba sin un rumbo fijo. En el terreno fijaban residencia escasos habitantes vegetales y bichillos; humanos y animales domésticos, solo estaban en tránsito. Desde hacía una década , paralelo al desarrollo urbanístico del lugar, el descampado se reconvirtió en un ágora humana y canina que, como todo punto de encuentro, tenía sus momentos álgidos y otros de absoluto vacío.
Él paseaba a primera hora de la mañana, cuando el sol estaba aún por inventar un nuevo día .A su lado, trotaban, rabos inhiestos, dos perros mestizos que se alejaban, de vez en vez, para iniciar su particular senderismo.
Él, en cómplice y entrañable compañía, desde hacía seis años, repetía lo que llamaba el ritual de bienvenida a la vida.
Él, enfilando el medio siglo, sonreía socarrón, imaginando la respuesta que habría dado, tiempo atrás, si alguien le hubiera propuesto levantarse cada día antes que el día y salir acompañado por un par de canes a deambular por una llanura trocada en erial. De cinco palabras que dijera estaba seguro que seis hubieran sido exabruptos.
Él observó el color del astro rey a medio nacer y el cielo se le antojó placenta tornasolada. Era un día más. Esa vez haría bueno. Extrañamente en esa jornada coincidirían clima y estación.
Él comprendía que ese momento de asueto solitario, en zigzagueante compañía perruna, era la gasolina que durante el día le llevaría, en apariencia, a trabajar sin parar, a decir sin parar, a escuchar sin parar, a querer sin parar; en apariencia, a vivir sin parar.
Él sintió, a su espalda, la mano que acarició, tierna, su hombro. Era el momento del retorno. Ocho partas y cuatro pies dejaban sobre sus anteriores pisadas, huellas del revés. Volvían a casa.
Él acababa así, una vez más, el sencillo ritual que propiciaba el encuentro consigo mismo. Estaba preparado para, en apariencia, la tormenta cotidiana de ese día, en el que extrañamente coincidía clima y estación.Buena semana.