Él apretaba el dosificador del
protector en formato espray. Resultaba más cómodo y eficaz que el tradicional
envase en crema. Era perfecto para guarecerse de los efectos negativos del sol.
Siempre y cuando no hubiera viento. Y así fue en esa mañana, en una playa de
arena negra.
Él tardó en percatarse de que el
destinario del anti solar no era su hijo sino un señor que sentado a su derecha
había tenido la buena fortuna de estar en la misma dirección que el viento. Así
su espalda fue llenándose de pequeñas burbujitas refrescantes que al contacto
con la piel formaban una fina y brillante película. Y en su rostro, brotó una mueca
placentera.
Él se rió pensando que siempre había quien se beneficiara de lo que forma inesperada entraba en su vida
como oportunidad sin haber puesto
intención. Se trataba solo de haber estado en el momento y en el lugar
adecuados.
Él recordó a su madre, mujer refranera, de enjundia. Era de esas personas que parecía vivir en
delegación. Tardó en comprenderla y sobre todo en aceptarla. Aferrada a sus
cuatro paredes, salía en raras ocasiones y tenía que contar con la certeza de
que no habría ningún inconveniente que abortara su bienestar.
Él llegó a la conclusión de que su progenitora necesitaba que alguien le
garantizara que todo iría bien. Si iba de vacaciones, acumulaba malestares
varios y nervios de diversa índole que se alojaban en distintas partes de su
cuerpo: cabeza, garganta, estómago y en algún que otro esguince en el tobillo.
Él recordaba con asombro que el relato que su madre hacía, a posteriori, de las vacaciones a toda vista desastrosas, se dulcificaba y con el paso del tiempo y a base de
repetición quedaba tintado con el barniz
de lo idílico. Así tras retornar solía repetir” qué bien lo pasamos”. Por
supuesto, después de cruzar el umbral de su casa convertida en fortaleza
inexpugnable.
Él comprendía que su madre no podía disfrutar del presente salvo que este
quedara confinado en los férreos, aunque transparentes muros, techo de cristal
incluido, del recuerdo. También admiraba su capacidad narrativa que le hacía
disfrutar en la ficción lo sufrido en la realidad.
Él trajo su mente a la playa rocosa, al niño en busca de protección, a la
sonrisa socarrona del vecino de toalla,
al espray que había errado en su objetivo . Realmente se había sentido ridículo
por no prever la dirección del viento. Pero acto seguido se dijo que
probablemente cuando el hecho fuera transformado en anécdota lo que le había
supuesto desagrado, por obra y gracia de la fabulación, trocaría en diversión.
Él giró su posición y esta vez, acertó en lograr la protección deseada de
su vástago. Se sintió satisfecho .No hubo necesidad de esperar al instante
futuro. En ese momento tuvo consciencia del parentesco de la felicidad con
saber posicionarse ante la ventolera. Buena semana.
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