Él pensó. A veces no le quedaba más
remedio. Otras, su voluntad tomaba la iniciativa y machete dialéctico en
manos, cuando no sujeto entre los dientes, se disponía a desbrozar el laberinto
mental en el que trocaba su vida de vez en vez.
Él sabía cómo empezaba la cosa. Principiaba con un empeño centrífugo que le
hacía estar ausente de donde estuviera su cuerpo depositado. Daba igual lo atractivo
del paisaje físico o humano circundante. Tampoco había ninguna manifestación que anunciara transformación alguna pero el caso era que, en
cierto momento, su figura adoptaba el
modo automático. Para el mundo, él aparentemente era el mismo de siempre. Las
personas le hablaban, saludaban, tocaban. Incluso su pareja le acariciaba como
si de verdad estuviera. Aunque cierto era que se quejaba, a veces, de lo
taciturno que se mostraba antes, durante y después de juntar jadeos
placenteros. Bueno, no solo en estos momentos en los que vivía sin vivir en sí.
Él ambulaba por tierras de penumbras aunque para el resto imperara el más
tórrido de los estíos. La bruma, que no
llegaba a ser opaca, le impedía estar en la misma sintonía que la rutina vital
de la que hasta hacía poco, formaba parte.
Él, a base de experiencia, se acostumbró a reconocer los indicios de lo que
terminó por llamar la época del nieblaje. No sabía si tenía que ver con cambios
hormonales pero en esos días no quería nada del mundo salvo su desaparición. Tampoco
quería hablar. Y menos escuchar. Solo deseaba envolverse en la niebla que de
tan hondo, rebosaba por los lagrimales. Esto ocurría cuando estaba solo. Porque
cuando veía venir la tormenta intentaba que no hubiera ojos físicos o virtuales
que testimoniaran lo que no sería más que una nube, cíclica, pero pasajera.
Él sabía cómo acababa la cosa. A su tiempo, la palabra serena alojada en el
corazón, brotaba, con fuerza centrípeta.
Sístole y diástole tejían pensamientos con los que zurcir aquellos
agujeros que la incomprensión había agrandado por su uso excesivo; pegar
cremalleras para cerrar lo que no era necesario dejar a la vista, subir los
vueltos de los sueños cuando caían a ras del suelo con el riesgo de terminar
arrastrados y bordar la belleza que alumbraría la acción diaria.
Él pensó que cada vez tenía más remiendos; que cada vez se equivocaba mejor; por eso, de vez
en vez, besaba sus costuras. Buena semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario