domingo, 15 de julio de 2018

Nº 46. EL NIEBLAJE.


Él  pensó. A veces no le quedaba más remedio. Otras,  su voluntad  tomaba la iniciativa y machete dialéctico en manos, cuando no sujeto entre los dientes, se disponía a desbrozar el laberinto mental en el que trocaba su vida de vez en vez.
Él sabía cómo empezaba la cosa. Principiaba con un empeño centrífugo que le hacía estar ausente de donde estuviera su cuerpo depositado. Daba igual lo atractivo del paisaje físico o humano circundante. Tampoco  había ninguna manifestación que anunciara  transformación alguna pero el caso era que, en cierto momento,  su figura adoptaba el modo automático. Para el mundo, él aparentemente era el mismo de siempre. Las personas le hablaban, saludaban, tocaban. Incluso su pareja le acariciaba como si de verdad estuviera. Aunque cierto era que se quejaba, a veces, de lo taciturno que se mostraba antes, durante y después de juntar jadeos placenteros. Bueno, no solo en estos momentos en los que vivía sin vivir en sí.
Él ambulaba por tierras de penumbras aunque para el resto imperara el más tórrido de los estíos. La bruma,  que no llegaba a ser opaca, le impedía estar en la misma sintonía que la rutina vital de la que hasta hacía poco, formaba parte.
Él, a base de experiencia, se acostumbró a reconocer los indicios de lo que terminó por llamar la época del nieblaje. No sabía si tenía que ver con cambios hormonales pero en esos días no quería nada del mundo salvo su desaparición. Tampoco quería hablar. Y menos escuchar. Solo deseaba envolverse en la niebla que de tan hondo, rebosaba por los lagrimales. Esto ocurría cuando estaba solo. Porque cuando veía venir la tormenta intentaba que no hubiera ojos físicos o virtuales que testimoniaran lo que no sería más que una nube, cíclica, pero pasajera.
Él sabía cómo acababa la cosa. A su tiempo, la palabra serena alojada en el corazón,  brotaba, con fuerza centrípeta. Sístole y diástole  tejían  pensamientos con los que zurcir aquellos agujeros que la incomprensión había agrandado por su uso excesivo; pegar cremalleras para cerrar lo que no era necesario dejar a la vista, subir los vueltos de los sueños cuando caían a ras del suelo con el riesgo de terminar arrastrados y bordar la belleza que alumbraría la acción diaria.
Él pensó que cada vez tenía más remiendos; que  cada vez se equivocaba mejor; por eso, de vez en vez, besaba sus costuras. Buena semana.


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