domingo, 21 de octubre de 2018

N 60. LA ALJABA



Él terminó de empaquetar las calabazas de rasgos siniestros  pero festivos. Una caja más y a por la siguiente. Desde hacía una  década el interés por la celebración foránea de Halloween había crecido en la pequeña ciudad que interpretaba este rasgo como símbolo de progreso.
Él sentía indiferencia hacia la figura vegetal anaranjada que parecía burlarse de cuantos la exhibían en casas y jardines, se suponía que en recuerdo de lo efímero de la vida y como puente para seguir avanzando en el delicado trayecto del duelo por quienes ya no estaban pero que estuvieron y fueron parte de nuestra felicidad.
Él llegó a la fábrica de rebote. La crisis que ahora parecía que se despedía pero no terminaba de arrancar le encontró tiempo atrás, en el andamio que por entonces semejaba la gallina de los huevos de oro. Pero el caso es que cuando la burbuja inmobiliaria explotó, arrasó con el  andamio, con la gallina que trocó en común ponedera de huevos con yema y clara ….. y con él.
Él añoraba su tiempo de albañil. Le gustaba, especialmente, cuando trabajaba al aire libre; y si tenía que estar en lo alto, mejor que mejor.
Él  había tenido que adaptarse a trabajar en  un recinto cubierto donde su creatividad y libertad estaban ocultas también. No era una ocupación complicada pero la simpleza de la misma  se contagiaba. Era un quehacer limpio y con un horario pautado. Tenía sus vacaciones y aunque el sueldo no era para tirar cohetes, le permitía contribuir a la economía familiar y así salir a flote.
Él cuando salía de la empresa estaba embotado. No era cansancio físico si bien las articulaciones de sus manos se resentían del automatismo en el que, en su jornada laboral durante ocho horas   montaban llenaban y cerraban  cajas rectangulares. Era otra cosa a la que aun no le ponía nombre.
Él dio una patada a una lata de refresco que tropezó con su zapato izquierdo deteniendo una carrera sin meta iniciada desde lo alto de la pendiente. Regresaba a su casa y se debatía entre la seguridad que le proporcionaba tener un empleo con el que ir escapando y el anhelo de respirar aire fresco, puro o impuro y poder elevar los pies del suelo.
Él levantó su mano derecha y sin pensarlo la flexionó hacia atrás simulando el gesto del arquero que coge la flecha del carcaj. Este movimiento le alivió. Por un momento se imaginó convertido en arquero capaz de mantener la portería imbatida y repeliendo con pericia todos los avatares que en forma de ataques le llegaban. Pero también se contempló como diestro asaetador que con eficaces flechas en su aljaba marcaba su destino sin errar la puntería. Sintió  la diferencia de lo lleno y lo vacío cuando lanzaba con tensión la saeta, dedos pulgar e índice en ángulo recto y el resto encogidos a fin de delimitar claramente la diana. .Experimentó el estiramiento previo al lanzamiento del otro brazo. Y fue como si despertara.
Él llegó a casa. Sabía que las cosas cambiarían para bien. Comentó con su familia las posibilidades de transformar la desazón que le consumía en energía creadora. Fue escuchado. Casi no se lo podía creer. Había sido capaz, sin dramatismo, extremismo o destrucción, de hablar de sus necesidades, desde el corazón. Había tenido el coraje de seguir el consejo de Gorgías, personaje de Alceste, pieza teatral de Benito Pérez Galdós, que instaba al rey de Tesalia a sincerarse.
Él, de forma semejante, antes de pisar el umbral del hogar, se había dicho “Pon una pausa en tu dolor y hablemos”. Así lo hizo. Y pudo comprobar que el pesar compartido pesaba menos. Y la familia cambió para bien.  Buena semana.


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