Ella apuró
el paso. No quería perder el metro. Llegó una par de segundos antes de que las puertas
se cerraran tras de sí.
Ella buscó
asiento en el compartimento que, esa mañana estaba medio vacío.
Ella
sintió que habría un espacio en el que transitar sentada cómoda el trayecto que
le separaba de su meta inmediata.
Ella
observó desde una posición de relativo descanso los vaivenes del vagón sobre
las vías.
Ella
atravesó oscuridades y vio la luz de la tarde invernal que lucía, tímida, en un
cielo grisáceo.
Ella
pensó en las otras personas que el azar o la causa había reunido en ese espacio
y lugar . Algunas habrían llegado a la parada de metro con tiempo suficiente
para estar antes de que se anunciara el advenimiento del transporte público. Otras,
como ella, habrían llegado por los pelos. Pero todas habrían dejado atrás un
lugar y se dirigían a otra parte. Tal
vez, algunas retornarían a su punto de origen al acabar la jornada. Quizás, otras no volverían al punto de partida. Este
era su caso.
Ella no
llevaba visible equipaje ni para facturar ni de mano. Pero alguien
que prestara atención a la curva
ascendente de su sonrisa o a las arrugas erosionadoras del dolor a base de
presencia podría adivinar que las puertas que se cerraron tras ella, al iniciar
este trayecto eran el inicio de un camino, voluntario y feliz, sin retorno. Y
cuando llegó a su destino, traspasó el umbral de las puertas que esta vez se
abrieron ante sí y le dieron la bienvenida.
Ella,
entonces ya no apuró el paso. Buena semana.
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