Ella
desempaquetaba parte de la
mudanza, tarea en la que había empleado varios días y gracias a la cual la casa
empezaba a tener visos de hogar. En medio del salón desembalaba y colocaba
objetos viajeros en busca de un lugar en el que habitar.
Ella escuchó el sonido del interfono y observó
cómo su pareja se disponía a contestar. Oía pero no entendía la conversación que
durante pocos minutos puso huellas de palabras en el imperio de los plásticos
estrujados y cartones rotos a tijeretazos.
Ella se
esmeraba en situar lo antiguo y
lo novedoso en lo que sería, en adelante, un cálido lugar de retorno compartido
con él que, con una ligera sonrisa le
comenta el buen ambiente que parecía
reinar en el edificio ya que les acababan de invitar a acompañar a Jesús en su
muerte. Continuaba contando que se había disculpado porque junto a su pareja
habían empezado a vivir hacía poco tiempo en la casa y no conocían a los vecinos y por tanto, desconocían quién
era el fallecido.
Ella, por un momento pensó que le estaba
tomando el pelo. Pero su naturalidad en el gesto rozando lo angelical hizo que
estallara en una carcajada que fue a estrellarse contra el férreo muro de la
incomprensión por parte de él
Ella le explicó que estaban en Semana Santa y
que la muerte de Jesús no hacía referencia a ningún vecino sino a Jesucristo,
el hijo de Dios para los cristianos.
Ella se sorprendió de su ignorancia pero su
asombro fue mayor cuando se percató de que
a él, ese desconocimiento le traía sin cuidado, más allá de la anécdota.
Ella reflexionó sobre la importancia de lo que
se aprende o se deja de aprender, no en épocas diferentes, distanciadas por el
espacio o el tiempo, sino en un mismo momento y en un mismo lugar.
Ella se dijo que si era casi milagroso que las
personas nos entendiéramos en lo cotidiano, no sabía cómo calificar la comprensión en el plano emocional y por seguir con el símil religioso
se aventuró a calificarlo de divino. Buena semana.
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