domingo, 26 de mayo de 2019

Nº 93.DIEZ CENTÍMETROS DE DISTANCIA.


Ella abrochó con eficacia el cinturón de seguridad según se acomodó en el asiento del avión,  en  el que permanecería las próximas tres horas. A su izquierda,  quedaba la ventanilla. A su derecha,  se sentó un hombre de mediana edad, tez morena y con un portátil que, desde que concluyera el despegue, acaparó  toda la atención de su propietario.
Ella supuso que su compañero de viaje tendría un trabajo ejecutivo de cierto calado a juzgar por la seriedad con la que tecleaba de continuo en el folio virtual que pronto dejó de ser inmaculado.
Ella saludó empleando   las palabras  de rigor que se resumían en el vocablo cordial, cuando se produjo el fugaz contacto visual. Después, el  total desconocimiento de alguien con el que compartiría  el espacio en un trayecto vital, en este caso fortuito, codo con codo.
Ella se quedó rumiando la paradoja que igualaba cercanía y lejanía en la mayor parte de las relaciones humanas haciendo trizas la tríada temporal: pasado, presente y futuro.
Ella pensó en aquellos momentos en los que los recuerdos trocaban en  restos desenterrados  por la arqueología emocional y lucían lustrosos en las vitrinas que el corazón ofrecía y en las que quedaba atrapado. En estas ocasiones, lo cotidiano  no llegaba ni siquiera a silueta y la vida era una eterna involución a ninguna parte.
Ella también recuperó aquellas situaciones en las que el devenir plantaba banderas y estandartes como señuelo que perseguir, en una carrera perpetua cuya meta siempre quedaba tras la próxima curva.
Ella regresando al presente se dijo que era un prodigio que nuestra mente y nuestro corazón ocuparan el espacio actual, cual tronco robusto, agradecido a las raíces que llegaron del pasado para vitalizar el ahora; cual tallo firme, sostén de  las ramas, flores y frutos del porvenir. Sin más. Lo sencillo se había vuelto complejo.
Ella comprendió que en la segunda decena del segundo milenio,  las prisas apresaban. Las sensaciones ocupaban el lugar del sentido, la acción el de la reflexión y lo efímero, reinando  en las procelosas aguas de  la incertidumbre, devoraba sin digerir.
Ella, a punto de aterrizar en su destino, contempló los diez centímetros de distancia que le separaban del ocupante contiguo y sonrió pensando que la cercanía y la lejanía  no eran cuestiones exclusivamente matemáticas. Buena semana.



domingo, 19 de mayo de 2019

Nº 92. DISFRUTE


Él entró en la cafetería aquella tarde en la que el sol se resistía a despedirse del día, con rayos pero sin truenos. Hacía calor. Se sentó junto a la ventana y pidió una cerveza fría cuyo primer trago le dejó un efímero y encanecido bigote que se deshizo ante la potencia del ventilador que refrescaba el ambiente a diestro y siniestro.
Él había recibido una propuesta de trabajo, largamente anhelada. Estaba contento pero la lengua y el paladar se atoraban con el sabor agridulce del caos que le habitaba, contradictorio,como si de una mermelada de naranja amarga se tratara.
Él reflexionó y concluyó que abrir y cerrar, comenzar y acabar, dar la bienvenida y despedir, eran las dos caras de una misma moneda: una, el pasado o el futuro de la otra; y ambas, el presente desinquieto , cuyo asiento era solo apariencia.
Él contempló, a través de la cristalera, la amplia rotonda alrededor de la cuál giraban vehículos de toda clase. Observó que, una vez incorporados al lugar, cada uno iba a desaparecer por alguna de las cinco salidas posibles; era cuestión de decidir : había quien lo hiciera a la primera; había quien necesitara dar otra vuelta antes de encontrar la salida deseada; había, incluso, quien tomara un rumbo, recalando , minutos después, nuevamente, en el punto de encuentro redondo, de decoración austera y enigmática y trocara su rumbo. Pero ninguno permanecía por mucho tiempo. Transitaban. Era un lugar de paso.
Él terminó la cerveza, un poco menos fresca que al inicio y sin la  volátil espuma que rebosara el vaso . Pagó la cuenta. Recogió sus atarecos y al rodar la silla se fijó en un cartel en la pared, escrito a mano, en mayúsculas y con la tilde puesta .De forma sencilla sugería una posibilidad de estar en aquel rincón de la cafetería, desde el que se observaba una encrucijada con muchas salidas, en una tarde cálida, donde el sol quería mantener su residencia.
Él sonrió. Salió del local dispuesto a acceder a la inminente rotonda vital por la que conducirse. La salida por la que optara vendría indicada por la señal de tráfico que reprodujera el cartel que le hizo un guiño, desde la pared de la cafetería, minutos antes, a saber, DISFRUTE SU PASO POR AQUÍ. Y lúcido, eso hizo. Buena semana


domingo, 12 de mayo de 2019

Nº 91. ¿MAMÁ?

Ella no era mujer de exclamación fácil. Tiraba más hacia la interrogación. Desde que podía recordar su mente andaba rondando un acertijo por desvelar.
Ella había aprendido mucho a base de habitar el enigma. Pero cada verdad a la que arribara desplegaba ante su mirada una cartografía de cuestiones por resolver y allí se encontraba, otra vez, cuál Sísifo en versión femenina u ordenador díscolo,en versión femenina también, reiniciando la tarea.
Ella comprendía la vida como interpelación, consciente de todo lo que ignoraba , sabedora de que se convertiría en polvo de estrellas, sin apenas adquirir un conocimiento de andar por casa . Pero lejos de sentir impotencia, experimentaba un estado de curiosidad genuina que la llevaba de la Ceca a la Meca y así, con estos andares dejaba su huella allá donde la causalidad o la casualidad tuviera a bien encaminarla.
Ella, en su ambular despierto, transitaba también momentos en los que sentía estar caminando por el filo de la navaja y en varias ocasiones concluyó el trayecto con alguna cicatriz y unos cuantos rasguños que desde entonces le recordaban que no siempre la línea recta era el camino apropiado y que las estalactitas florecen en el corazón en todas las estaciones.
Ella, novelera por vocación, estudiaba la construcción histórica en la que el inicio de una Edad suponía la aparente aniquilación de la anterior. Pronto entendió que existían dos maneras , que corrían parejas, de contar lo acontecido; una, evidente, en el lado de la claridad oficial y otra, latente, en la oscuridad de la derrota. Interpretaciones antagónicas que se alimentaban paulatinamente, a fuego lento, hasta que se superponían, aflorando lo desterrado. Era cuestión de tiempo macerado en inteligencia y dignidad.
Ella se reconocía híbrida, ciudadana del mundo. No le importaba el tanto por ciento que correspondiera a cada pueblo que la configuraba. Pero sí honraba a las diferentes culturas (las conocidas y las intuidas) con las que, con el correr de los años, establecía cada vez más, una peculiar isomorfía.
Ella entendía lo universal desde lo local. Dentro de sí se emocionaba con las letras trocadas en vocablos que venían a dar en gritos atávicos, estableciendo una línea fija discontinua, desde el origen de la humanidad hasta su momento presente. Resonaba especialmente el felizmente rescatado Hai tu datana con el que sus antepasados se encomendaban a los ancestros, antes de iniciar la batalla y se preguntaba, maravillada, por la fuerza de las palabras.
Ella agradecía la existencia de quienes le precedieron .Y lo manifestaba en acciones que fue convirtiendo en deliciosas rutinas. Por esto había reservado una habitación cinco estrellas, en el latir de su corazón, destinada al acomodo exclusivo de un signo y un término bisílabo ¿mamá?
Ella, tras la despedida de su progenitora, grito desgarrador incluido, había establecido un ritual entrañable y sencillo en el que se encomendada a su madre cuando su vida llegaba a un punto y aparte y se imponía iniciar otro párrafo. Bastaba con estar en silencio, tocar con la punta de la lengua el paladar superior, respirar por la nariz y aceptando que adentro están quienes ya no están, dibujar la sílaba repetida entre el comienzo y final de la interrogación. Luego solo restaba escuchar. Mamá siempre respondía. Buena semana.





domingo, 5 de mayo de 2019

Nº 90. MOMENTO FILIBUSTERO



Él sentía la sangre agolparse en sus mejillas. Estaba enfadado. No quería hablar ni que le hablaran. Deseaba pegar puñetazos y patadas a diestro y siniestro. Estaba harto. En vano intentó  relajar la mandíbula postiza, otrora portadora de  una generosa sonrisa. Y por mucho que se empeñara tropezaba con la rigidez como férreo coselete que mantenía los dientes apretados y sellados a cal y canto. La saliva se volvió agria. Percibía el aroma patibulario de su propia carne  quemada en el combate que libraba contra sí mismo .Y en sus oídos retumbaba una y otra vez el ancestral grito de guerra: Datana.
Él miró a su alrededor y contempló el paisaje exterior que no sintonizaba con el de su interior. La vida, que  veía pasar, transcurría por los cauces habituales; el cielo alternaba sol y panza de burro siguiendo los dictados de los alisios. Fuera, habitaba el orden. Dentro, reinaba el caos.
Él  recordó  cómo empezó el derrumbe esta vez. Tenía la certeza de cuál  era la constante en su existencia  y así lo asumía: vivir  una época en la que su vida era una sólida  montaña hasta que trocara  en duna merced a la acción conjunta del tiempo y de los avatares azarosos o no. Tenía experiencia. Era un perito en al arte de resignificarse y en el del bosquejo de nuevas siluetas arenosas.
Él se echó a correr pero al poco  caminó con la ligereza que le permitieron sus piernas. Había aprendido que en  momentos de rabia sentir el suelo bajo los pies  era un buen remedio. Sin mirar atrás. Hasta que se permitió la serenidad.
Él aminoró su paso. Respiró. Primero con dificultad. Después con suavidad. Y lloró. Se volvió manantial salado. Y en su corazón, nuevamente,  acudieron las historias de sus héroes infantiles que leía y releía de pequeño y  le hacían vivir  mundos de colores inimaginables. Recordó también aquel libro de nombre exótico, Aitu Catana, que  trajera a casa, su hermano mayor cierto día invernal  y desde el que se asomaban piratas de finales del siglo XVI empeñados en asaltar un codiciado archipiélago atlántico.
Él comprendió que su corazón se rebelaba contra la ilusión perdida porque una vez más se  había  despistado en el diseño de la huella que cincelara cada minuto, y no había hecho inventario de  las arrugas en las comisuras de los labios olvidando regarlas  con la risa.
Él supo que era el momento de recuperar su traje de filibustero y partir rumbo al abordaje de lo porvenir, sabedor de  que  siempre era el momento adecuado si se vivía adecuadamente.
Él tenía 80 años y quería vivir. Buena semana.