domingo, 28 de julio de 2019

Nº 102 CACAO Y CHOCOLATE


Luisa mentía.
Ya se le había olvidado desde cuándo. Inventaba una realidad totalmente diferente a la mayoritaria que explicaba a sí misma y a los demás de tal forma que continuamente se veía envuelta en conflictos de los que no siempre salía airosa.
Luisa tenía miedo.
La estela de su paso era un adoquinado por el que resultaba muy incómodo transitar. Por eso, ella no volvía la mirada y seguía adelante, jadeante, construyendo un empedrado más tortuoso que el anterior por el que rodaba con frecuencia.
Luisa no sabía qué hacer.
En su infancia recibió una educación sin límites por lo que le costaba distinguir la realidad de la fantasía. Desde pequeña pegaba a quienes consideraba inferiores físicamente. Se acostumbró a despreciar las necesidades de los demás y solo vivía para la satisfacción de las propias, a cualquier precio.
Invirtió muchas horas en escalar puestos desde los que ostentar el poder y lo consiguió. Pero no lograba disfrutar de su trabajo pues un pánico al error la paralizaba. En su mente la dignidad pasaba por tener éxito social. Y con semejante  rasero juzgaba a quienes tenía alrededor.
No era mujer de confidencias. Por el contrario sepultaba su dolor tras la rigidez de su rostro, cada vez más anguloso.
Cierto día, despertó de la anestesia.
La operación revestía peligro. Fue un éxito y tras una lenta rehabilitación pudo incorporarse al mundo.  Pero ella ya no era la misma. Contra todo pronóstico, meses después, se encontró andando por la refrescante orilla del mar, en contacto con la naturaleza.
Empezó a amar la vida.
Pasaba horas en invernaderos y aprendió a distinguir las plantas de interior de las de exterior. Y su casa acogió, alegre, el verde en todas sus tonalidades. Compartió su espacio con un perro herreño que la miraba con  la incondicionalidad de quien ha recorrido los recovecos sinuosos de la gratitud. Su corazón pudo abrir la puerta a otro latido con el estableció una complicidad íntima, entre las sábanas. Y fuera de ellas, también.
Había aprendido.
Decidió escuchar las preguntas de los demás y  tomarlas en serio. Decidió estudiar lo que desconocía experimentando y sintiendo  un inmenso placer. De los que te reconcilian con la vida. Comprendió que el camino era  equivocarse cada vez mejor. Fue descubriendo   habilidades insospechadas y torpezas inverosímiles. Practicó el arte del consenso y  del disenso sin que el drama vistiera cada una de sus decisiones.
Ella sabía qué hacer.
Se sentía una persona valiosa. Y por esto podía percibir el valor de cada ser humano.
No se había vuelto tonta. Era consciente de que a veces, tocaba tomar cacao y otras, chocolate. Pero ella era quien decidía la cantidad. Buena semana.



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