Luisa mentía.
Ya se le había olvidado desde cuándo. Inventaba una
realidad totalmente diferente a la mayoritaria que explicaba a sí misma y a los
demás de tal forma que continuamente se veía envuelta en conflictos de los que
no siempre salía airosa.
Luisa tenía miedo.
La estela de su paso era un adoquinado por el que resultaba
muy incómodo transitar. Por eso, ella no volvía la mirada y seguía adelante, jadeante,
construyendo un empedrado más tortuoso que el anterior por el que rodaba con
frecuencia.
Luisa no sabía qué hacer.
En su infancia recibió una educación sin límites por lo
que le costaba distinguir la realidad de la fantasía. Desde pequeña pegaba a
quienes consideraba inferiores físicamente. Se acostumbró a despreciar las
necesidades de los demás y solo vivía para la satisfacción de las propias, a cualquier
precio.
Invirtió muchas horas en escalar puestos desde los que
ostentar el poder y lo consiguió. Pero no lograba disfrutar de su trabajo pues
un pánico al error la paralizaba. En su mente la dignidad pasaba por tener
éxito social. Y con semejante rasero
juzgaba a quienes tenía alrededor.
No era mujer de confidencias. Por el contrario sepultaba
su dolor tras la rigidez de su rostro, cada vez más anguloso.
Cierto día, despertó de la anestesia.
La operación revestía peligro. Fue un éxito y tras una
lenta rehabilitación pudo incorporarse al mundo. Pero ella ya no era la misma. Contra todo
pronóstico, meses después, se encontró andando por la refrescante orilla del
mar, en contacto con la naturaleza.
Empezó a amar la vida.
Pasaba horas en invernaderos y aprendió a distinguir las
plantas de interior de las de exterior. Y su casa acogió, alegre, el verde en
todas sus tonalidades. Compartió su espacio con un perro herreño que la miraba
con la incondicionalidad de quien ha
recorrido los recovecos sinuosos de la gratitud. Su corazón pudo abrir la
puerta a otro latido con el estableció una complicidad íntima, entre las
sábanas. Y fuera de ellas, también.
Había aprendido.
Decidió escuchar las preguntas de los demás y tomarlas en serio. Decidió estudiar lo que
desconocía experimentando y sintiendo un
inmenso placer. De los que te reconcilian con la vida. Comprendió que el camino
era equivocarse cada vez mejor. Fue
descubriendo habilidades insospechadas
y torpezas inverosímiles. Practicó el arte del consenso y del disenso sin que el drama vistiera cada una
de sus decisiones.
Ella sabía qué hacer.
Se sentía una persona valiosa. Y por esto podía percibir
el valor de cada ser humano.
No se había vuelto tonta. Era consciente de que a veces,
tocaba tomar cacao y otras, chocolate. Pero ella era quien decidía la cantidad.
Buena semana.
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