domingo, 31 de diciembre de 2017

Nº 18 LA GRIETA

Él no disimuló su contrariedad cuando en la pared apareció la grieta. Maldijo haciendo gala de un vocabulario de dudoso gusto pero que reflejaba a la perfección su estado de ánimo. Se sintió impotente, de pie, con el taladro en la mano y un mosquitero a la espera de encontrar su lugar y desempeñar su función en aquel paraje de temperatura tibia y ambiente caldeado.
Él se sentó para tomar resuello. Estaba agitado y mantenía una lucha sorda para el exterior pero amplificada en su cabeza que una y otra vez le hacía sobredimensionar la grieta, esa raya torcida que brotó sin ser llamada y que daba al traste con todos sus esfuerzos.
Él salió a la puerta. Sintió el sol en su cara como un recuerdo de la urgencia de la tarea por concluir. Pronto las moscas se apoderarían del espacio y, sabía por experiencia, que terminarían por invadir el salón y cuanta estancia encontraran libre del siniestro y ensangrentado matamoscas o del insecticida que las emborrachaba precipitando el final de su efímera existencia en regurgitaciones resacosas.
Él se consideraba una persona habilidosa y resolutiva. Aunque no había encontrado la ocupación acorde a sus capacidades tenía claro que solo era cuestión de tiempo. Mientras tanto, escapaba con apaños que le permitían sobrevivir, lo cual dada las circunstancias, no era poco; estaba a la espera de la gran oportunidad, la idea feliz, que marcaría un antes y un después en la que, suponía, sería, a partir de entonces, una vida dichosa.
Él torció el gesto. No había contado con la dureza de la pared. Ahora tendría que replantearse cómo abordar la reparación. No cedió a la familiar tentación de dejar todo y mirar hacia otro lado, aquel en el que celebraran su pericia para reivindicar la adolescencia como ideal de vida donde el egocentrismo convertía en opacidad todo lo que le contrariaba o a lo sumo le otorgaría una traslúcida presencia.
Él contempló la rendija trocada ya en boquete. Y no pudo reprimir las lágrimas que brotaron desde un profundo manantial de tristeza hasta que no quedó poro en su rostro por regar. Hipó, moqueó y le dolió el corazón. No era el aviso de un infarto. No era un síntoma de un padecer físico. El pozo por el que se aventuró le transportó a un páramo de angustia en el que divisó a un pequeño que jugaba con una piedra marina en forma de delfín. El peque le miró a los ojos y en sus pupilas se vio a sí mismo, inocente.
Él seguía petrificado ante el hueco de la pared. Pero ya no lloraba. Triste, aún pero con serenidad, comprendió que había mucho por hacer, mucho por restaurar, modificar, cambiar; no quería repetir el error de considerar que había una solución final a los males y que ésta pasaba por dejar atrás sin mirar; había aprendido que terminaba por volver a la misma situación una y otra vez y que en cada ocasión, la brecha era más profunda.
Él se dijo que pondría todo su empeño en conciliar “lo imposible soñar” y “enmendar el error” dos frases que llegó a sus oídos, en forma de canción, por una ventana vecina y retumbaron en su mente y en su corazón.
Él se sintió como si estuviera a punto de celebrar las doce campanadas de Año Nuevo, sintió que la vida remaba a su favor; sintió que el tiempo salmón había concluido y tocaba …. margullar atravesando la grieta. Buena semana.


domingo, 24 de diciembre de 2017

Nº 17. LA EXPERIENCIA, LA ESPERANZA

Ella se encontraba en el vivero; flanqueda por plantas de altura desigual y estatuas de la más variopinta estética, transitaba por sus calles, pequeñas avenidas de gran oxigenación.
Ella inició la elección de las macetas que al día siguiente plantaría en su jardín para homenajear a sus seres queridos que no cenarían en la Nochebuena; ni con ella, ni con nadie.
Ella propuso ese ritual a los comensales que compartirían, plato y mantel el 24 de diciembre. Todos aceptaron, aliviados de poder conciliar presencia con ausencia, placer con dolor, Aunque respirando extrañeza, incertidumbre y desconcierto, juntaron fuerzas para sumarse a la plantación nocturna.
Ella, en el invernadero, arrastraba un carrito rectangular, que se pobló de los colores de la petunia, el geranio, el clavel, del olor de la lavanda, el romero, el hierbahuerto, de la alegría de la margarita y de las ganas de vivir.
Ella andaba entre miradas hieráticas de seres mitológicos, animales en yeso o policromados, figuras creadas para el adorno de una fuente o un espacio ajardinado. Esas pupilas mudas y cómplices le acompañaron en silencio hasta que la selección fue completada.
Ella miró con serenidad aquel pequeño vergel; había una planta por cada una de las personas que acudiría, en la noche siguiente, a su hogar para preparar la cena, imposible en otro momento del año. Llegaban de diversos lugares físicos, mentales y emocionales. Tal vez apenas coincidieran en los 365 días venideros. Pero esa noche, sí.
Ella comprendía que la vida no es controlable, sino una gran sorpresa donde cada cuál va configurando su huella que poco tiene que ver con la digital inicial. Comprendía que no quería olvidar a las personas ausentes, sino recordarlas sin sufrimiento. Por esto se le ocurrió plantar, sembrar; era una forma de darles su espacio a quienes no estaban, al tiempo que se permitiera a quienes continuaran, abrirse a otros momentos por venir. Plantarían. Después cenarían.
Ella tenía experiencia pero también…. esperanza. Buena semana.



domingo, 17 de diciembre de 2017

Nº 16. LA VULNEHABILIDAD


Él acercaba la pala al cepillo intentando abarcar el mayor número de cachitos de cristal que, hasta minutos antes, componían un espejo de diseño.
Él se armó de paciencia. No le inquietaban los siete años de mala suerte que cierta tradición derrotista auguraba. Comprendía que poco o nada tenía que ver el accidente doméstico con hipotecar la buena fortuna venidera en  tan preciso plazo.
Él, no obstante, se sentía inseguro. Del dedo corazón de su mano derecha brotaron pequeños puntos carmesí que pronto devinieron en hilos de sangre.
Él tomó un paño y siguiendo otra tradición, más eficaz y en sintonía con la reparación sanadora, taponó los pequeños cráteres enrojecidos.
Él terminó de recoger. Minutos antes se estaba afeitando cuando sin saber por qué, la imagen que le devolvía el espejo se deshizo, literalmente, en pedazos. Observó la montaña de vidrios diminutos y siguiendo un impulso, los extendió sobre la mesa en forma de luna acuosa en la que no lograba encontrarse.
Él no era hombre de muchas palabras. Pero sí de muchos pensamientos, palabras mudas. A lo largo de su vida el adiestramiento en la parquedad y una inhibidora definición de lo masculino, le identificaron con el silencio. La desconexión de sus emociones se convirtió en una estela pegajosa que desde pequeñito nubló su mirada.
Él se sintió cansado. Echaba en falta poder llorar, quejarse, sentir su flojera sin que se cuestionara su identidad. El abatimiento no se debía al reciente incidente. Era  fruto de una semilla plantada casi desde el nacimiento que había sido abonada regularmente y que ahora le hacía parecer un roble cuando en realidad por dentro, se sentía hoja al viento.
Él echaba en falta una educación emocional en modo junco que le dotara de la flexibilidad necesaria para poder aceptar su fragilidad y le permitiera mostrar el enfriamiento que las tormentas vitales le producían, aunque no lo expresara. En cierta ocasión leyó que el término junco venía del latín junguere, que significaba que vinculaba y hacía alusión a la utilización de esta planta en la artesanía como materia prima en la elaboración de cestas y otros aparejos a base de entrelazar sus tallos. Recordaba que le gustó la palabra en cuyo sentido deseó instalarse.
Él reconoció, por primera vez que carecía de habilidad para relacionarse con su vulnerabilidad. Casi lloró. Casi entrevió una mirada de complicidad cuando se asomó a la deconstrucción de un espejo de diseño que se desparramaba en cientos de esquirlas cristalinas. Fue el comienzo. Buena semana
.




domingo, 10 de diciembre de 2017

Nº 15 EL DÍA LIBRE

Ella anduvo por la ciudad en un día laborable.
Ella trabajaba y vivía en un lugar que celebraba las fiestas patronales. Por esta razón, a media mañana, se había dirigido rumbo a otra localidad donde se respiraba la rutina del trabajo.
Ella se sentó en una cafetería, en el ángulo derecho; desde tal curiosa garita, el gran ventanal que se abría ante su vista convertía en escaparate el devenir cotidiano de la población y a ella en privilegiada espectadora.
Ella, turista por unas horas, se sintió ajena a la obligación, a la urgencia por llegar a un lugar, al descuido de los detalles en el trayecto, a la anticipación del deber, a los rostros enmascarados tras lo establecido que, generalmente de perfil, transitaban ante su mirada.
Ella pasó la lengua por los dientes. Lo hacía cada vez que se sentía libre. Según la tradición familiar, la abuela paterna fue su antecesora en la expresión mímica emancipadora.
Ella tomó un té rojo con manzana y un trozo de tarta de piña. Reía por dentro. Casi se le salía la sonrisa por fuera. Le maravillaba el cambio de perspectiva que unos kilómetros y el calendario oficial producían en su estado de ánimo y en su pensamiento. 
Ella se fascinaba ante la realidad, en su catálogo más variopinto, desde la sencillez de la ameba a la complejidad de los números primos gemelos. El deseo de conocer la hechizaba.. ¡Y había tanto que aprender!.
Ella disfrutaba de la compañía trocada en conversación y silencios. No obstante, con el tiempo, había aprendido a saborear los instantes de ese placer único , voluntario, que experimentaba cuando el silencio y la palabra conformaban un diálogo consigo misma.
Ella estaba, esa mañana, viviendo uno de esos momentos. La lengua, al recorrer los dientes, se volvió, feliz, manzana y piña. Buena semana.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Nº 14 LA MUJER ROLLIZA

Él  repitió en voz alta “una querencia de cornisa cayendo de las axilas a la cintura” y se le hizo presente el cuerpo de su amada. Dejó el libro. La deseaba. Tomó el móvil y la llamó. Al otro lado del teléfono contestó una voz aguda. Ella le contó que estaba a punto de iniciar una sesión y que  no podría hablar mucho tiempo.
Él  imaginó el cuerpo de su compañera. Era fisioterapeuta. Trabajaba en una piscina de la localidad. Ella cada día se entusiasmaba con  los progresos, mínimos para los profanos, de  quienes compartían  el recinto deportivo y el eficaz hacer de sus manos.
Él dejó de imaginar. De regreso al redil de la templanza, le dijo que había sentido un impulso inevitable de escuchar su voz. Ella guardó silencio mientras sonreía, más allá de las ondas.
Él finalizó la llamada. Hoy se encontrarían a mitad de la tarde y pasearían sin prisas hasta la playa de la ciudad desde donde contemplarían la puesta de sol, enredados en un silencio cómplice. La palabra y el sexo llegarían después, tras el retorno al hogar.
Él terminó un café deliciosamente amargo y se dirigió al trabajo sintiéndose funambulista en busca de voladizo descendente. El cuerpo de su mujer era una de las razones por la que amaba la vida. Cuando la conoció  albergó el secreto anhelo de convertirlo en su morada permanente. Con el paso del tiempo la urgencia devino en sosiego que trocó el deseo en mullida y placentera residencia.
Él llegó al edificio  donde le esperaba un repertorio de obligaciones que le tendrían ocupado las horas siguientes. Antes de entrar en el ascensor, volvió a pensar en ella; esta vez se la imaginó  sentada en el borde de la piscina mientras alentaba a quienes, dolientes,  entrenaban para obtener su anónimo trofeo: volver a disponer de un cuerpo en condiciones, retardar lo más posible el  deterioro óseo o muscular, ó tal vez, ambos.   Sus logros serían celebrados por ella con un alegre movimiento de sus” tres o cuatro cinturas sobrenadando el vientre” como diría Kurt K .Y con esa  hermosa  imagen de su rolliza   mujer, inició la jornada laboral.. Buena semana