Él miró el plato de ensalada con cierta
congoja. Le gustaba, era cierto. Pero se temía que tras dar buena cuenta de la
florida combinación de hortalizas, llegaría el incómodo momento.
Él tenía una bonita y seductora sonrisa. Además,
con el devenir de los años, había aprendido a sacar provecho del gesto,
aparentemente casual, que ubicaba el labio inferior en una actitud de abierto y
atractivo desafío. La dificultad estaba en que las paletas estaban ligeramente
separadas y, generosas, albergaban trocitos de diminutos alimentos que, según la coloración, ofrecían
un espectáculo deplorable y a su juicio, fundamentalmente asqueroso en aquel
fondo coralino.
Él se ejercitaba en pasar la lengua una y otra
vez por cada muela, colmillo, canino e incisivo; era tal su obsesión que podría
reconstruir su dentadura con pericia de
orfebre. Aún así nunca estaba tranquilo. Especialmente en las comidas donde el
interés financiero o amatorio primaba, llegar al postre suponía un calvario que
llevaba en silencio en tributo al amor propio.
Él no soportaba encontrar un hilo, una mota de
polvo, copos de caspa en la ropa de los demás. No lograba controlarse y sin que
se diera cuenta ahí estaba, haciendo notar la imperfección cuando no corrigiéndola, pequeña o grande sacudida
incluida.
Él no soportaba la suciedad. Y menos, el
descuido .La apariencia era todo y la primera impresión era la que contaba.
Estas ideas estaban grabadas a fuego en su mente y a través de estas lentes
asépticas contempló el mundo durante décadas.
Él se sorprendió tomando un postre exótico sin
poder recordar cuál había sido el plato principal. Solo tenía ojos para ella.
El brillo de sus ojos le encandilaban Las arrugas que se le formaban en la
comisura de los labios al reír simulaban senderos apetecibles de explorar.
Incluso el pedacito de zanahoria atrincherado en un lateral del colmillo
izquierdo que aparecía de forma intermitente según el vaivén de la lengua se le antojaba como una curiosidad secundaria.
Él amó a aquella mujer desde entonces. Y a
partir de ahí, no le preocupó tanto parecer sino ser. Y aunque no descuidaba el
cepillo, la pasta dentífrica y la seda dental, aprendió a unir pupila con
pupila cuando se miraba y cuando miraba. Lo demás, quedaba en el fondo, fuera
coralino o no. Buena semana.