domingo, 24 de junio de 2018

Nº 43. LA NOCHE DE SAN JUAN

Ella miró el firmamento. Lucía una luna gibosa creciente Tenía forma cóncava, por ambos lados, en su parte luminosa. Inusualmente no había viento en esa playa referente para el surf y sus variantes.
Ella mojó los pies en el agua fresca que a ratos y de forma efímera se volvía invisible dependiendo de la ruta de las nubes. Tomó aire y respiró. A pesar del bullicio exterior se hizo un silencio en su interior y con la palabra pensada a modo de cincel grabó en su corazón en letras grandes, sin ornamento, RESPIRO, AGRADEZCO Y CONSTRUYO UNA VIDA SERENA, EFICAZ Y ALEGRE.
Ella retrocedió unos pasos y se sentó en la playa de adoquines irregulares. Era un lecho pedregoso pero lecho al fin y al cabo. A su izquierda varias personas de diferentes edades, a la luz de la linterna de un móvil escribían, como si de silenciosos copistas medievales se tratara, en unos pequeños papeles; una vez concluida la tarea doblaban meticulosamente las cuartillas para finalmente irlas depositando en una mitad hueca de coco trocada en pira que pronto comenzó a arder como pequeña hoguera tropical. Pasaron minutos hasta que la grafía se volvió ceniza, polvo gris como los vocablos que la gestaron. Después, el residuo grisáceo fue a dar a la mar “que es el morir” y con él se disolvía el sufrir. Empezó el espectáculo pirotécnico acuático. Luces de distintos colores brillaron fugaces. La esperanza olió a pólvora pacifista. El entusiasmo parió futuro.
Ella disfrutó de aquella noche mágica, aquella Noche de San Juan ,en una playa referente mundial para la práctica del surf y sus variantes que, inusualmente, estaba en calma. Buena semana.

domingo, 17 de junio de 2018

Nº 42.SON 629 PERSONAS.




Él limpió las 5 zanahorias con el cepillo y las cortó en trozos de 5 a 7 centímetros. Cortó la manzana en rodajas finas. Cortó el rizoma en finas rodajas y pasó todos los ingredientes por la licuadora .Minutos más tarde aquello se transformó en un revitalizante jugo de zanahoria, manzana y jengibre.
Él acababa de regresar de un viaje en barco por motivos de trabajo. Estaba resfriado. Además, unas náuseas le acompañaron como pegajosa baba de caracol, casi desde que partió del puerto vecino.
Él había tenido un viaje movidito. El mar, caprichoso, se alborotó sin motivo aparente y pronto se hizo una cola zigzagueante , a la puerta de los baños de rostros variopintos, que iban desde lo cetrino a lo amarillento, pasando por un blanco despojado de sangre. Aunque la travesía duró poco, se le hizo eterna.
Él sorbió el zumo de colores alegres y sabor ligeramente picante. Sabía que en breve su cuerpo estaría repuesto, especialmente después de dormir varias horas en su dormitorio fresco, tranquilo, con las sábanas limpias y una nota de bienvenida de su cómplice vital.
Él se dio una ducha caliente y frotó su piel, anticipando el placer que otorga el sueño reparador. Seco y sin pijama, desconectó el móvil y se introdujo en la cama. Pronto estuvo dormido en paz. Varias horas después se reunió con su familia para acabar el día acompañándose, queriéndose, escuchándose disfrutándose, compartiendo los buenos y no tan buenos recovevos de la cotidianidad. La familia estaría, obviamente, arraigada en su lugar de residencia.
Él y su entorno familiar estarían fuera de la lista de los 629 nómadas, marinos involuntarios que, huyendo de la guerra y del hambre, no tendrían zumo que calmara las náuseas producidas por la mala mar, física y humana. Por fortuna, gracias al buen hacer, que haberlos, hailos , 629 errantes,pasajeros accidentales , tendrían un Acuarius, de paradójica y casual homonimia con la afamada marca de refrescos y que trocaría en el mejor antídoto posible contra la estupidez, el miedo y el egoísmo miope que sumergen a la humanidad en un vértigo de difícil sanación.
Él descansó y, sin pesadillas, disfrutó de su sueño. Al despertar ya no estaba mareado. Puso los pies en el suelo.Pisaba tierra firme. Buena semana.


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lunes, 11 de junio de 2018

Nº 41. LA FLEXIBILIDAD.



Ella giró sobre sí. Seguía las indicaciones de  la monitora, en aquel taller de baile, que se retorcía en cada paso. A pesar de ser una mujer corpulenta, al ritmo de la música de los tambores, su figura se desdibujaba rompiéndose y recomponiéndose en pocos segundos.
Ella sintió el calor del sol en su piel blanca. Tenía sed. Pero se resistía a dejar la improvisada pista  en donde       música, danza, sudor y alegría se mezclaban en alegre silueta móvil.
Ella intentaba copiar los gestos de la mujer alta, ancha, negra que, risueña invadía el espacio a golpe de movimientos cimbreantes y sonrisa amplia.
Ella repetía la letanía gozosa y su cuerpo se volvió volcán. A su lado, otras personas de similar o diferente edad a la suya componían una efímera coreografía en la que cada cual tenía su lugar.
Ella creyó que flotaba cuando tras tocar el piso , levantó el pie derecho con una fuerza desconocida pero que fluyó con naturalidad. No había competición, solo ganas de danzar. No había comparación que catalogara lo diferente como deficiente; solo había creatividad.
Ella trocó en junco y, flexible, comprendió que lo mismo besaba el suelo que tocaba el cielo. A fin de cuentas, la vida era bailar y cuanta más flexibilidad, más posibilidad de saborear la cadencia propia y ajena. Buena semana.


domingo, 3 de junio de 2018

Nº 40 EL CONTENEDOR



Él tiró con fuerza a un contenedor, negro y medio lleno, una bolsa de papel. Le fastidió porque había estado preparando dos bocadillos con esmero una hora antes. Mientras cortaba el huevo duro, la rodaja de tomate, el aguacate, refrescaba una tierna hoja de lechuga y extraía el atún entero y jugoso de su lecho metálico, anticipaba el momento en el que disfrutaría del concierto al lado de su pareja.
Él dio con su gozo en un pozo cuando a la entrada del recinto le indicaron que no podría entrar su manjar casero, a pesar de que ni era tóxico, ni contenía objeto punzante y a pesar de que fuera solo efímero alimento que tuviera las horas contadas.
Él trató de convencer al hombre que, amparado en su uniforme reiteraba la negativa que la expresión de su rostro desmentía. Su miraba roló hacia la incomprensión del absurdo pero fue rápidamente engullida por el deber que se vestía con el equipaje de la autoridad y la disonante mueca de fastidio.
Él lanzó el paquete con la fuerza que lo hiciera el neozelandés Tomas Walsh .El bulto no recorrió 22’03 metros como hiciera el proyectado por el campeón olímpico. Su vuelo apenas alcanzó metro y medio. Pero la intención rabiosa de ambos lanzadores mantenía una curiosa isomorfía.
Él entró, ligero de equipaje, a la instalación reconvertida en espacio de eventos multitudinarios de otra índole que la estrictamente deportiva, como popularmente se la reconocía. Masticaba el jilorio que ya empezaba a tomar asiento en su vientre cuando se topó.de frente con una larga cola que venía a morir ante un mostrador donde, por tres veces su precio habitual, se podría obtener comida y bebidas que acompasaran los acordes de la música por sonar. De pronto, se quedó sin apetito. Era su reacción ante lo inaceptable por injusto. Su cuerpo, entonces, no sabía cómo digerir y se cerraba.
Él buscó, con la complicidad de su acompañante, el lugar desde donde vibraría con la magia de la música. Pero un trocito de sí buscó acomodo dentro de un cartucho perfumado con unas gotas de aceite de oliva y que en el mejor de los casos, sería la cena, como si se tratara  de la corrosiva y lúcida lotería de Babel ,pergeñada por Borges, para quien fuera agraciado entre los más de 200 sin techos que habitaban la ciudad. O como el vocabulario políticamente correcto definía, integrantes del grupo de sinhogarismo o de exclusión residencial.
Él respiró. Tres horas más tardes, el contenido del contenedor contentaría, tal vez, a cientos. Y el contenido del espectáculo, tal vez, a miles. Buena semana.