domingo, 30 de septiembre de 2018

N 57 .PARA QUIEN LO SABE AMAR.

Ella paró su andar. Llegó a aquel lugar que barruntaba misterio parido a golpe de piedra, más de cinco siglos atrás. Se sentó. Tomó resuello y le dio por pensarse.
Ella recordó un aforismo de Tagore que había cosido con puntada certera, palabra a palabra, a sus pensamientos en otra época en la que el planeta era más joven y que desde entonces le graduaba la visión de lo novedoso. ”Para quien lo sabe amar, el mundo se quita su careta de infinito. Se hace tan pequeño como una canción, como un beso de lo eterno” decía la sabiduría hecha sentencia.. Ella se refrescaba con estas palabras, cuando el calor de lo cotidiano, derivaba en átona monotonía y le oprimía.  Ella encontraba un cálido agasajo en este juntar letras, como quien alinea troncos en la chimenea, cuando el frío de la desesperanza le hacía recelar de que hubiera lugar fértil por desbrozar más allá de la agonía presente. Ella amaba el decir y el escuchar. Y cuando el habla quedaba en barbecho, amaba el silencio. Ella respiró en aquella cueva de cuatro puertas artificiales. Sus pequeños pies pisaron ahí donde hombres y mujeres de antaño tal vez custodiaron el grano, la infancia femenina, el saludo y despedida del sol, el cuerpo postrero desecado; su espalda se apoyó en la misma pared que amparó el balar de cabras y ovejas, el pánico de los huidos tras la guerra civil, el primer beso de amor hecho deseo juvenil; su ojos recorrieron el reino de la toba volcánica desbastada donde de marzo a septiembre fijó residencia la vida en forma de alisios. Ella conectó su dispositivo móvil. Fotografió el lugar. La imagen fijó el presentimiento a la tierra, la conjetura a las enigmáticas cazuelas que horadaban suelo y paredes con exactitud geométrica. La sospecha se dispersó en arenilla levantada por el viento. Ella contempló la instantánea. La suposición trocó en certeza y el mundo, sin careta, trocó en intuición. Buena semana.




domingo, 23 de septiembre de 2018

Nº 56. DEJA QUE LA PREGUNTA HAGA SU TRABAJO.


Él abrazó a la pequeña que se despertaba risueña. La siesta había durado una hora. La tarde de otoño, aún con  el horario de verano, se presentaba inusualmente calurosa y en nada auguraba que el invierno llegaría en pocos meses; las horas previas al crepúsculo se tiñeron con la claridad propia de una primavera de manual.
Él pellizcó los cachetes regordetes de la niña al tiempo que repetía su nombre acompañado de un sí tan rotundo que no dejaba lugar a dudas .El nombre propio y el adverbio de afirmación eran acogidos  por una sonrisa que, pronto, trocaba en carcajada.
Él repetía el mantra del cariño diciéndole, con el más estudiado de los histrionismos, que era una cosa muy seria. Y su hija reía, reía y reía.
Él aprovechaba para hacerle cosquillas con la banda sonora de la autoestima de fondo. Era una rutina que formaba parte de las deliciosas y nutritivas tradiciones del amor. Y casi sin darse cuenta pasaron los años.
Él se encontraba aquella mañana despertando a la adolescente que tardaba en abrir los ojos pidiendo una prórroga de cinco minutos. Acarició sus mofletes que ya no eran rechonchos y  lucían una orografía afilada. La joven remolona se desperezaba. El adulto le repetía la afirmación nominal y ancestral. Brotaba, otra vez, la magia de la sonrisa mezclada, esta vez,  con la confusión de las hormonas por ubicarse en aquel cuerpo que ni era infantil ni era maduro.
El atisbó una sombra de tristeza en aquellos brillantes ojos. Parecían interrogarle sobre todo y sobre nada. En un abrazo por asalto la chica se le asió al cuello  y de forma casi inaudible le susurró al oído “¿Por qué todo tiene que ser tan complicado?”.
Él guardó silencio. Respiró. La estrechó en sus brazos. Repitió su nombre. Hilvanó tres síes consecutivos con el hilo de la confianza y de forma queda musitó “Deja que la pregunta haga su trabajo. Date tiempo”. Buena semana.


domingo, 16 de septiembre de 2018

N 55. LOS IMPREVISTOS Y EL DESEO


Ella conducía pensando en la ducha de agua fresca que se iba a dar en cuanto  llegara a su casa. Tan concentrada estaba en la anticipación del refrescante placer, que confundía el sudor, tibio y salado, que se expandía por su cuerpo sin apenas resistencia, con el líquido frío, real  solo en su imaginación y que le hacía la boca agua.
Ella no estaba caliente; estaba calurosa.
Ella había tenido una mañana de trabajo a cámara lenta pero sin descanso. El polvo en suspensión que había teñido de una capa amarilla el horizonte, también impregnó la jornada laboral,  secando el aire, secando las gargantas, secando las horas. Y las conversaciones trocaron en jareas dialécticas, que iban desde afirmar lo evidente  (qué calor hacía ) pasando por la añoranza de la época  en la que el aire gélido  besaba el rostro ( qué bueno el viento cuando sopla fresco) hasta llegar a la petición reiterada de que la calima y su compañero inseparable, el bochorno, se alejaran lo más rápido posible (qué cambie el tiempo, por favor)
Ella enfiló el tramo final que le llevaría al hogar. La cercanía del mar  anaranjado aumentaba la sensación pegajosa de la que pronto, estaba segura, se desprendería.
Ella aparcó, abrió el buzón y encontró la notificación de Correos en la que se le indicaba que  se le había ido a entregar  un paquete a su nombre pero que al no estar en el domicilio debía acudir a la oficina.
Ella tardó solo unos pocos segundos en decidir ir a buscar el cuenco tibetano que al fin había llegado tras una larga espera y que sería el regalo para su abuela en su noventa cumpleaños.
La viejita le había dado instrucciones precisas sobre los metales que habrían de componer el artefacto  que, aseguraba  con auténtico convencimiento, canalizaría su energía hacia una instancia superior. Y la celebración  del cumpleaños era esa tarde.
Ella regresó al hogar tres cuartos de hora después con la ropa húmeda pegada al cuerpo y con el deseo de la ducha a flor de piel. Entró en la casa y al depositar el artilugio de cobre, plomo, estaño, hierro, oro, plata y mercurio, reparó en una nota que desde una coqueta mesilla y en mayúscula le informaba de que el grifo de la ducha se había estropeado. La remitente era la persona que realizaba las tareas de la casa dos veces por  semana.
Ella no sabía si ponerse a tocar el cuenco o darse con el mazo en la cabeza. Tenía mucho calor y ansiaba darse una ducha. A poco estuvo de rendirse a los designios fatídicos pero solo a poco.
Ella fue al baño, fotografió lo que había que reparar, tiró para la ferretería, compró los repuestos, retornó a la casa echa un mar  muerto y arregló el accidente doméstico. Una vez más, como otras tantas. Eso sí, antes de iniciar la reparación llenó un balde de agua en el fregadero y se lo echó por encima.
Ella, sin calor, sin ropa, sin agobio, arregló lo estropeado; y aún le dio tiempo para tocar el cuenco siguiendo las enseñanzas de la matriarca nonagenaria. Buena semana.


domingo, 9 de septiembre de 2018

N 54. PIEL CARCELARIA



Él anduvo con paso titubeante. Casi un anciano, de los de principios del siglo XXI, era octogenario. A pesar de su  avanzada edad  disfrutaba de una buena salud física. Lo mental era harina de otro costal. La inseguridad en el andar se debía a que le faltaba fijar la atención en el camino. Su fuerza, su energía,  se concentraba en su mano derecha que con regularidad dirigía hacia la cara como si quisiera quitarse alguna pelusa, mota de polvo o resto de comida.
Él arrastraba sus pies en un zigzageo distraído mientras su diestra impactaba una y otra vez contra sus mejillas. Y así llevaba años que de pronto fueron décadas.
Él había transitado por el siglo anterior cargando  un lastre, intangible a ojos ajenos pero que le pesaba como una losa y le había detenido en una contienda lejana que revivía una y otra vez, mientras dormía o  en la vigilia.
Él no podía olvidar las manos que se aferraron a su pechera, los ojos aterrados y la maldición en forma de saliva antes de que el fornido prisionero cayera por la tristemente famosa sima, después de que él diera la orden. Recordaba haber limpiado la baba moribunda. Recordaba que aquella fue la primera de las noches en las que el sueño se vistió de sobresaltos gelatinosos que terminaban haciendo diana en su cara.
Él era conocido en su pueblo. Durante mucho tiempo fue temido por la crueldad arbitraria con la que imponía su voluntad gracias al poder que detentaba; después, con el pasar de los años, y su caída en desgracia, fue despreciado; y en el momento que enfilaba la recta final de su periplo vital era, simplemente,  ignorado, experimentando el ostracismo más feroz.
Él, en su infancia, quiso sentirse especial; en su juventud se arrimó al sol que más calentaba; durante gran parte de su vida, jugó a ser Dios sin importar el sufrimiento que provocaban, un día sí y otro también, sus acciones sobre sus semejantes; y en su vejez no  parecía lograr firmar  la tregua que  borrara la perenne y nítida huella de unos ojos aterrados, unos brazos aferrados y un esputo acusador; preso triste en una siniestra piel carcelaria. ¿Llegaría a tiempo el armisticio? Buena semana.