Ella paró su andar. Llegó
a aquel lugar que barruntaba misterio parido a golpe de piedra, más de cinco
siglos atrás. Se sentó. Tomó resuello y le dio por pensarse.
Ella recordó un aforismo de Tagore que había cosido con puntada certera,
palabra a palabra, a sus pensamientos en otra época en la que el planeta era
más joven y que desde entonces le graduaba la visión de lo novedoso. ”Para
quien lo sabe amar, el mundo se quita su careta de infinito. Se hace tan
pequeño como una canción, como un beso de lo eterno” decía la sabiduría hecha
sentencia..
Ella se refrescaba con estas palabras, cuando el calor de lo cotidiano,
derivaba en átona monotonía y le oprimía.
Ella encontraba un cálido agasajo en este juntar letras, como quien alinea
troncos en la chimenea, cuando el frío de la desesperanza le hacía recelar de
que hubiera lugar fértil por desbrozar más allá de la agonía presente.
Ella amaba el decir y el escuchar. Y cuando el habla quedaba en barbecho, amaba
el silencio.
Ella respiró en aquella cueva de cuatro puertas artificiales. Sus pequeños pies
pisaron ahí donde hombres y mujeres de antaño tal vez custodiaron el grano, la
infancia femenina, el saludo y despedida del sol, el cuerpo postrero desecado;
su espalda se apoyó en la misma pared que amparó el balar de cabras y ovejas,
el pánico de los huidos tras la guerra civil, el primer beso de amor hecho
deseo juvenil; su ojos recorrieron el reino de la toba volcánica desbastada
donde de marzo a septiembre fijó residencia la vida en forma de alisios.
Ella conectó su dispositivo móvil. Fotografió el lugar. La imagen fijó el
presentimiento a la tierra, la conjetura a las enigmáticas cazuelas que
horadaban suelo y paredes con exactitud geométrica. La sospecha se dispersó en
arenilla levantada por el viento.
Ella contempló la instantánea. La suposición trocó en certeza y el mundo, sin
careta, trocó en intuición. Buena semana.domingo, 30 de septiembre de 2018
domingo, 23 de septiembre de 2018
Nº 56. DEJA QUE LA PREGUNTA HAGA SU TRABAJO.
Él abrazó a la pequeña que se despertaba risueña. La siesta había durado
una hora. La tarde de otoño, aún con el
horario de verano, se presentaba inusualmente calurosa y en nada auguraba que
el invierno llegaría en pocos meses; las horas previas al crepúsculo se tiñeron
con la claridad propia de una primavera de manual.
Él pellizcó los cachetes regordetes de la niña al tiempo que repetía su nombre
acompañado de un sí tan rotundo que no dejaba lugar a dudas .El nombre propio y
el adverbio de afirmación eran acogidos por
una sonrisa que, pronto, trocaba en carcajada.
Él repetía el mantra del cariño diciéndole, con el más estudiado de los
histrionismos, que era una cosa muy seria. Y su hija reía, reía y reía.
Él aprovechaba para hacerle cosquillas con la banda sonora de la
autoestima de fondo. Era una rutina que formaba parte de las deliciosas y
nutritivas tradiciones del amor. Y casi sin darse cuenta pasaron los años.
Él se encontraba aquella mañana despertando a la adolescente que tardaba
en abrir los ojos pidiendo una prórroga de cinco minutos. Acarició sus mofletes
que ya no eran rechonchos y lucían una orografía
afilada. La joven remolona se desperezaba. El adulto le repetía la afirmación
nominal y ancestral. Brotaba, otra vez, la magia de la sonrisa mezclada, esta
vez, con la confusión de las hormonas
por ubicarse en aquel cuerpo que ni era infantil ni era maduro.
El atisbó una sombra de tristeza en aquellos brillantes ojos. Parecían
interrogarle sobre todo y sobre nada. En un abrazo por asalto la chica se le asió
al cuello y de forma casi inaudible le
susurró al oído “¿Por qué todo tiene que ser tan complicado?”.
Él guardó silencio. Respiró. La estrechó en sus brazos. Repitió su
nombre. Hilvanó tres síes consecutivos con el hilo de la confianza y de forma
queda musitó “Deja que la pregunta haga su trabajo. Date tiempo”. Buena semana.
domingo, 16 de septiembre de 2018
N 55. LOS IMPREVISTOS Y EL DESEO
Ella conducía pensando en la ducha de agua fresca que se iba
a dar en cuanto llegara a su casa. Tan
concentrada estaba en la anticipación del refrescante placer, que confundía el
sudor, tibio y salado, que se expandía por su cuerpo sin apenas resistencia, con
el líquido frío, real solo en su
imaginación y que le hacía la boca agua.
Ella no estaba caliente; estaba calurosa.
Ella había tenido una mañana de trabajo a cámara lenta pero
sin descanso. El polvo en suspensión que había teñido de una capa amarilla el
horizonte, también impregnó la jornada laboral, secando el aire, secando las gargantas,
secando las horas. Y las conversaciones trocaron en jareas dialécticas, que
iban desde afirmar lo evidente (qué calor
hacía ) pasando por la añoranza de la época
en la que el aire gélido besaba
el rostro ( qué bueno el viento cuando sopla fresco) hasta llegar a la petición
reiterada de que la calima y su compañero inseparable, el bochorno, se alejaran
lo más rápido posible (qué cambie el tiempo, por favor)
Ella enfiló el tramo final que le llevaría al hogar. La
cercanía del mar anaranjado aumentaba la
sensación pegajosa de la que pronto, estaba segura, se desprendería.
Ella aparcó, abrió el buzón y encontró la notificación de Correos
en la que se le indicaba que se le había ido a entregar un paquete a su nombre pero que al no estar en el domicilio debía acudir a la oficina.
Ella tardó solo unos pocos segundos en decidir ir a buscar
el cuenco tibetano que al fin había llegado tras una larga espera y que sería
el regalo para su abuela en su noventa cumpleaños.
La viejita le había dado instrucciones precisas sobre los
metales que habrían de componer el artefacto que, aseguraba
con auténtico convencimiento, canalizaría su energía hacia una instancia
superior. Y la celebración del
cumpleaños era esa tarde.
Ella regresó al hogar tres cuartos de hora después con la
ropa húmeda pegada al cuerpo y con el deseo de la ducha a flor de piel. Entró
en la casa y al depositar el artilugio de cobre, plomo, estaño, hierro, oro,
plata y mercurio, reparó en una nota que desde una coqueta mesilla y en
mayúscula le informaba de que el grifo de la ducha se había estropeado. La
remitente era la persona que realizaba las tareas de la casa dos veces por semana.
Ella no sabía si ponerse a tocar el cuenco o darse con el
mazo en la cabeza. Tenía mucho calor y ansiaba darse una ducha. A poco estuvo
de rendirse a los designios fatídicos pero solo a poco.
Ella fue al baño, fotografió lo que había que reparar, tiró
para la ferretería, compró los repuestos, retornó a la casa echa un mar muerto y arregló el accidente doméstico. Una
vez más, como otras tantas. Eso sí, antes de iniciar la reparación llenó un
balde de agua en el fregadero y se lo echó por encima.
Ella, sin calor, sin ropa, sin agobio, arregló lo estropeado;
y aún le dio tiempo para tocar el cuenco siguiendo las enseñanzas de la
matriarca nonagenaria. Buena semana.
domingo, 9 de septiembre de 2018
N 54. PIEL CARCELARIA
Él anduvo con paso titubeante. Casi
un anciano, de los de principios del siglo XXI, era octogenario. A pesar de su avanzada edad disfrutaba de una buena salud física. Lo
mental era harina de otro costal. La inseguridad en el andar se debía a que le
faltaba fijar la atención en el camino. Su fuerza, su energía, se concentraba en su mano derecha que con
regularidad dirigía hacia la cara como si quisiera quitarse alguna pelusa, mota
de polvo o resto de comida.
Él arrastraba sus pies en un
zigzageo distraído mientras su diestra impactaba una y otra vez contra sus
mejillas. Y así llevaba años que de pronto fueron décadas.
Él había transitado por el siglo
anterior cargando un lastre, intangible
a ojos ajenos pero que le pesaba como una losa y le había detenido en una
contienda lejana que revivía una y otra vez, mientras dormía o en la vigilia.
Él no podía olvidar las manos que
se aferraron a su pechera, los ojos aterrados y la maldición en forma de saliva
antes de que el fornido prisionero cayera por la tristemente famosa sima,
después de que él diera la orden. Recordaba haber limpiado la baba moribunda.
Recordaba que aquella fue la primera de las noches en las que el sueño se
vistió de sobresaltos gelatinosos que terminaban haciendo diana en su cara.
Él era conocido en su pueblo. Durante
mucho tiempo fue temido por la crueldad arbitraria con la que imponía su
voluntad gracias al poder que detentaba; después, con el pasar de los años, y
su caída en desgracia, fue despreciado; y en el momento que enfilaba la recta
final de su periplo vital era, simplemente, ignorado, experimentando el ostracismo más feroz.
Él, en su infancia, quiso sentirse
especial; en su juventud se arrimó al sol que más calentaba; durante gran parte
de su vida, jugó a ser Dios sin importar el sufrimiento que provocaban, un día sí
y otro también, sus acciones sobre sus semejantes; y en su vejez no parecía lograr firmar la tregua que borrara la perenne y nítida huella de unos ojos
aterrados, unos brazos aferrados y un esputo acusador; preso triste en una siniestra
piel carcelaria. ¿Llegaría a tiempo el armisticio? Buena semana.
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