Él terminó de empaquetar las calabazas de rasgos siniestros pero festivos. Una caja más y a por la
siguiente. Desde hacía una década el
interés por la celebración foránea de Halloween había crecido en la pequeña
ciudad que interpretaba este rasgo como símbolo de progreso.
Él sentía indiferencia hacia la figura vegetal anaranjada que parecía
burlarse de cuantos la exhibían en casas y jardines, se suponía que en recuerdo
de lo efímero de la vida y como puente para seguir avanzando en el delicado
trayecto del duelo por quienes ya no estaban pero que estuvieron y fueron parte
de nuestra felicidad.
Él llegó a la fábrica de rebote. La crisis que ahora parecía que se
despedía pero no terminaba de arrancar le encontró tiempo atrás, en el andamio que
por entonces semejaba la gallina de los huevos de oro. Pero el caso es que cuando
la burbuja inmobiliaria explotó, arrasó con el andamio, con la gallina que trocó en común ponedera
de huevos con yema y clara ….. y con él.
Él añoraba su tiempo de albañil. Le gustaba, especialmente, cuando
trabajaba al aire libre; y si tenía que estar en lo alto, mejor que mejor.
Él había tenido que adaptarse a
trabajar en un recinto cubierto donde su
creatividad y libertad estaban ocultas también. No era una ocupación complicada
pero la simpleza de la misma se
contagiaba. Era un quehacer limpio y con un horario pautado. Tenía sus vacaciones
y aunque el sueldo no era para tirar cohetes, le permitía contribuir a la
economía familiar y así salir a flote.
Él cuando salía de la empresa estaba embotado. No era cansancio físico si
bien las articulaciones de sus manos se resentían del automatismo en el que, en
su jornada laboral durante ocho horas montaban llenaban y cerraban cajas rectangulares. Era otra cosa a la que
aun no le ponía nombre.
Él dio una patada a una lata de refresco que tropezó con su zapato
izquierdo deteniendo una carrera sin meta iniciada desde lo alto de la
pendiente. Regresaba a su casa y se debatía entre la seguridad que le proporcionaba
tener un empleo con el que ir escapando y el anhelo de respirar aire fresco,
puro o impuro y poder elevar los pies del suelo.
Él levantó su mano derecha y sin pensarlo la flexionó hacia atrás simulando
el gesto del arquero que coge la flecha del carcaj. Este movimiento le alivió.
Por un momento se imaginó convertido en arquero capaz de mantener la portería
imbatida y repeliendo con pericia todos los avatares que en forma de ataques le
llegaban. Pero también se contempló como diestro asaetador que con eficaces
flechas en su aljaba marcaba su destino sin errar la puntería. Sintió la diferencia de lo lleno y lo vacío cuando
lanzaba con tensión la saeta, dedos pulgar e índice en ángulo recto y el resto
encogidos a fin de delimitar claramente la diana. .Experimentó el estiramiento
previo al lanzamiento del otro brazo. Y fue como si despertara.
Él llegó a casa. Sabía que las cosas cambiarían para bien. Comentó con
su familia las posibilidades de transformar la desazón que le consumía en
energía creadora. Fue escuchado. Casi no se lo podía creer. Había sido capaz,
sin dramatismo, extremismo o destrucción, de hablar de sus necesidades, desde
el corazón. Había tenido el coraje de seguir el consejo de Gorgías, personaje
de Alceste, pieza teatral de Benito Pérez Galdós, que instaba al rey de
Tesalia a sincerarse.
Él, de forma semejante, antes de pisar el umbral del hogar, se había
dicho “Pon una pausa en tu dolor y hablemos”. Así lo hizo. Y pudo comprobar que
el pesar compartido pesaba menos. Y la familia cambió para bien. Buena semana.